Una centenaria primavera
El centenario de La consagración de la primavera nos lleva al último año de la llamada Belle Époque que acabó en 1914 con la primera guerra mundial. Aquella noche entusiasta, desconcertante, escandalosa, puso al público de París ante un fenómeno imprevisto: una obra de vanguardia, que miraba hacia el futuro del gusto musical, se basaba en una fiesta sacrificial de la prehistoria. Lo remoto y lo novísimo se daban en un mismo objeto estético. Muchos se lo perdieron. Esa velada, en efeco, André Messager dirigía la novena beethoveniana y Beethoven era todavía más conocido que Stravinski.
Una casualidad de esas que dan para pensar reunió a dos americanos en el estreno. La argentina Victoria Ocampo estaba en viaje de bodas y el mexicano José Vasconcelos, de propaganda revolucionaria. Argentina vivía la paz y la administración de sus años áureos. México, la guerra civil. Victora y José no se conocieron nunca. Todavía no eran las figuras intelectuales que luego habrían de ser. Pero cabe imaginar que viniendo de ese mundo nuevo donde había aún tantas huellas arcaicas, se conmovieran con la propuesta primaveral de Stravinski. América primaveral y Europa anciana podían compartir una misma emoción con dos direcciones porque la primera quedaría fuera de la terrible contienda que se avecinaba sin anunciarse para la otra. Simbólicamente, México era el extremo norteño de una América Latina cuyo extremo sureño era la Argentina. A la casualidad antes apuntada cabe sumar otra, también sugestiva. 1913 fue el año en que se puso de moda en París –esto significaba, entonces, en toda Europa– el tango de Buenos Aires.