Un rapto muy aplaudido
El 16 de julio de 1782 se estrenó en el Teatro de la Corte de Viena El rapto en el serrallo, un Singspiel o, si se prefiere, opereta o zarzuela de Mozart. El éxito fue nítido e inmediato. Algunas de las arias merecieron gritos de admiración y el terceto que cierra el primer acto debió ser bisado. El compositor recibió una bella suma, 100 ducados o sea más de 400 florines. Un admirador muy especial, el embajador de Prusia, le compró la partitura autógrafa, no sabemos a qué precio. La medida del buen suceso la da el hecho de que, enseguida, dos ediciones piratas de la reducción para voces y piano, empezaron a circular por las casas de la vecindad.
Todo esto es detallismo histórico que parece escasamente relevante para la gloria de Mozart. Lo cierto es que, en vida del músico, fue la más reclamada de sus obras escénicas, pues se ofreció en 40 ciudades europeas, se supone que adaptada a las lenguas locales, ya que tiene largos parlamentos. Las razones pueden ser obvias, aunque siempre hay cuotas de misterio en el favor de los públicos: una trama divertida, un final feliz, melodismo a raudales, una pizca de exotismo a la turca y pasajes de lucimiento para los solistas, si es que son capaces de lucirse.
Hoy, la valoración dominante del operismo mozartiano prefiere insistir en otros títulos, en especial en la trilogía escrita sobre libretos de Lorenzo Da Ponte. Sin duda, la influencia del romanticismo, que enalteció lo maldito y heroico, lo tragicómico y sentimental del grandioso Don Giovanni, tiene parte en el asunto. Pero Così fan tutte, considerada en esos mismos años como una comedieta inmoral y frívola, ha debido esperar al siglo XX para ser tomada en serio, con su crítica psicológica a las máscaras y las ilusiones del sentimiento amoroso, sumada a la guerra de los sexos.
¿Hemos hecho el balance definitivo de la herencia mozartiana? Rotundamente, no. Basta con asistir a las actuales representaciones de ella, con su incontable variedad de enfoques, lecturas, ocurrencias y delirios, para comprobar la apertura y la vivacidad de esas músicas y esos tinglados. Serenamente instalado en la inmortalidad, Mozart sonríe y se enjuga una lágrima.