Un melómano sordo
Federico el Grande de Prusia pasa por ser un monarca ilustrado, que trató de poner a su país en la senda del progresismo racionalista francés. A tal efecto, afrancesó todo lo que pudo su cultura, adoptando la lengua gala y haciendo ostensible su desprecio por lo autóctono. Los cantantes alemanes, por ejemplo, le parecían caballos (o yeguas) relinchantes.
El “viejo Fritz” fue él mismo músico, flautista aficionado y alumno de Quantz, en contra del airado parecer de su padre, que consideraba aquellas pamplinas como síntomas de afeminamiento. Pero, examinado más de cerca, su amor a la música deja bastante que desear. Le tocó asistir a una de las épocas más esplendorosas del arte sonoro europeo. Bach le dedicó su Ofrenda musical, nunca ejecutada en vida del compositor. A Mozart lo ignoró por completo. En cuanto a Haydn, al amable y galante Papá Haydn, consideraba su música como “un barullo que despelleja los oídos”. No entremos en nombres menores como Reichardt –tan estimado por el parco gusto musical de Goethe– a quien se limitó a prohibirle que compusiera óperas, porque no sabía hacerlo, como tampoco el resto de los géneros. Su consejo fue que cambiara su apellido por algún equivalente italiano, Ricciardini o Ricciardetti. Tim Blanning (El triunfo de la música) se ocupa de este minúsculo y sintomático suceso.
Hoy contemplamos aquel neoclasicismo dieciochesco como lo más canónico del arte entendido en tanto armonía, equilibrio, claridad y racionalidad económica del lenguaje. Pero el viejo Fritz lo percibía distinto: una sarta de novedades inescuchables. Se me ocurre pensar que carecía de sensibilidad y de imaginación, y le sobraban rutinas e intolerancia autoritaria. Al fin y al cabo, su proyecto ilustrado era militar. ¿Imaginó el Paraíso como un concierto de bandas castrenses? Con tales estruendos se hace la historia humana.