Tradición y revolución
¿Hay tradiciones en la música? Sí, su peor enemigo es su caricatura, la rutina. ¿Hay innovación en la música? Sí, su peor enemigo es su caricatura, la improvisación. Pero, estrictamente ¿hay revoluciones en la música? Aquí la respuesta se empaña y conviene que no se empeñe porque la palabra se las trae. Tenemos una idea —mejor dicho: una imagen— facilona de la revolución como un follón con desorden y violencia. Hay quien piensa lo contrario, por ejemplo Ortega y Gasset, que ve las revoluciones como catástrofes lentas que, a veces, duran siglos. Afectan no a los abusos que se pueden corregir con reformas, sino a los usos, a las normas de vida que tan difíciles de cambiar resultan en la especie humana.
En cualquier caso, las revoluciones, las alteraciones de los códigos de conducta, que son códigos que rigen la asociación y la convivencia, dejan atrás, por anómicos (no confundir con anémicos, aunque se parecen: la anomia es una suerte de anemia de la norma) a los derogados, que perimen, no pueden retornar. Cuando se ha intentado restaurar un estadio difunto de la historia, la farsa se volvió tragedia.
En arte hay desarrollo, no progreso. Hay innovación, no revolución. Y hay tradición, es decir continuidad, no sólo de lo homogéneo, también de lo heterogéneo. Vayamos a algunos casos para no perdernos en abstracciones. Mozart viene después de Bach pero no deroga a Bach por obsoleto, inválido o anticuado. Schönberg innova en cuanto a la armonía, instaurando el atonalismo serial pero lo hace teniendo en cuenta al sistema tonal, la escritura nelográfica y el semitono. El arte es continuo aunque dé saltos y convulsiones porque nunca lo hace sobre el vacío de la historia. Ningún romántico renegó de Beethoven y Mendelssohn recuperó al Bach y al Händel de gran formato, para uso del gran público de su género. Además, el Ochocientos “reparó” a Palestrina y, en general, a toda la polifonía clásica, que Justus Thiebaut propuso como modelo del contrapunto —voces en antífona sin acompañamiento instrumental— en su libro Sobre la fuerza de la música (1825). Los revolucionarios del siglo XX, por su parte, “repararon” por enésima vez a Bach con el retorno bachiano de Stravinski, al lado de la revaluación de la melodía en el Grupo de los Seis y la Nueva Objetividad de Hindemith. Todo, a los codazos con la atonalidad. ¿En qué casillero, en qué fecha de mármol fasto situar al escandaloso autor de La consagración de la primavera cuando compone Apollon Misagète o Le baiser de la fée?
La música, como las demás artes, evoluciona pero no progresa. Diríamos que sus retóricas tienen épocas y que su calidad artística las impugna. Quizás porque el arte es la puntilla de la condición humana. Pasa y, a la vez, siempre está por llegar.
Blas Matamoro