Te amo, te odio
Mucho se ha escrito sobre la intensa y borrascosa relación entre Wagner y Nietzsche. Sostenida y durable de por vida, se trata de una verdadera pasión: un afectuoso dolor, que tal significa la palabra. Lo que sigue son unos fugaces apuntes.
Lo que a Nietzsche lo apartó de Wagner, más que él mismo, fueron los wagnerianos. No quiso confundirse con ellos, su empresa era otra y muy distinta. Los acólitos se enfrentaron con Wagner, “el más profundo, el más osado y el peor comprendido” de su época. También, un comediante, como todo verdadero artista. Ahí queda eso.
En el momento de la ruptura – como queda dicho, le duró toda la vida, o sea que no acabó nunca – lo halló pobre en ideas. Tenía una, de vez en cuando, y se la pasaba acariciándola y adornándola. Carecía de la generosidad regalona de un Mozart o un Rossini. El último Wagner, músico oficial del imperio alemán, era “una ciénaga de arrogancia, confusión y germanomanía”. Su falta de claridad sólo resultó comparable a la del canciller y príncipe Bismarck.
Con todo, le parecía que Wagner, salvo quizá en Los maestros cantores, fue felizmente poco alemán en el perfil de sus héroes y heroínas. Alemán es el simbolismo inseguro, el placer del pensamiento impreciso, la falsa profundidad y de fuego, lo arbitrario, la ausencia de agudeza y de gracia, la incapacidad de la gran línea. En una palabra: lo opuesto al espíritu latino, que lucía en Bizet. Y hasta en don Federico Chueca. Wagner no avanzó sino que retrocedió porque sacrificó la música al hacer de ella el arte de la explicación y no de la interpretación. Un psicologismo pintoresco.
Sin embargo, siempre fascinó y sedujo a Nietzsche “el escalofrío y el cosquilleo de infinito y la mística romántica”. No somos pocos los que consideramos a Nietzsche un romántico en tanto músico y quizá la historia posterior de la música lo confirma en esta identidad. Prescindió de la música wagneriana, del intento por mejorar el teatro cantado y la conversión de la escena operística en iglesia. Le molestaba su arrobamiento senil por la eucaristía cristiana y, no obstante, lo conmovía la sencillez cristiana del preludio de Parsifal. Asimismo, algunos pensamos que el cristianismo, en Nietzsche, era una apasionada y tentadora imposibilidad personal. Baste repasar las páginas de admiración que, a veces, se le escapan ante la figura de Cristo.
Más al fondo, más en el cimiento, hubo algo inevitable e insoportable: Alemania.