Stravinski: pudor y desafío
Hace tres o cuatro años reseñé en SCHERZO la reedición en Acantilado de la Poética musical de Stravinski (2006), en la antigua traducción de Eduardo Grau para Taurus (1977). Entonces le pedía a Acantilado que publicara Crónicas de mi vida, agotada ya la edición de El Laberinto (traducción y edición de Jesús García Pérez, Nuevo Arte Thor, 1985, reseñada en uno de los primeros números de la revista). Pero después supe que estaba en las librerías esta edición cuya existencia ahora les recuerdo. Y si vamos a referirnos a un libro, lo primero es dar sus datos. Ahí van: Crónicas de mi vida, de Igor Stravinski. Nueva traducción de Elena Villalonga Serra. Alba, Trayectos. 204 páginas.
De momento, daré noticia de la existencia de este libro, aunque está en el mercado desde hace cinco años. Más adelante trataremos algunas de las cuestiones planteadas o sugeridas ahí por Igor Fiodórovich hace ya setenta y cinco años, más o menos.
Hay algo que uno echa de menos en las ediciones sucesivas de Crónicas de mi vida(también en las de Poética musical). En la edición debería dejarse constancia de que Igor Stravinski nunca escribió un libro, y acaso ni siquiera un artículo. Eran otros los que escribían por él. Nouvel, Suvchinski, Roland Manuel, Robert Craft… Crónicas de mi vida no constituye hoy día una novedad, es un clásico de uno de los compositores más importantes del siglo XX. Así que a estas alturas no estaría de más que alguien dijera que en su redacción fue esencial la figura de Valter Fiodórovich Nuvel, escritor y hombre del mundo del arte que se movió en el área de Diáguilev y que era unos diez u once años mayor que Stravinski. Nuvel (a menudo lo leemos como Nouvel, porque así lo transcribían los franceses) fue uno de los primeros biógrafos de Diáguilev, precisamente. Podemos imaginar a Stravinski en los años treinta: advierte ya cierta hostilidad en Francia hacia su obra y su persona; no arranca las adhesiones y aplausos de antaño, acaso porque su obra es más exigente; podemos imaginarlo hablando e impartiendo doctrina, pero no es fácil imaginarlo ante una mesa de escritorio, porque ahí lo único que hacía era componer música. Eso sí. Además, es cierto que Stravinski componía en escritorios, en mesas, en algo que pudiera considerarse tal. Le encantaban las mesas de delineante, trazar sus propios pentagramas (no sólo por tacañería, sino también por estética y por juego), hacerlo en colores diversos. Aunque, esencialmente, él componía al piano: los dedos, el tacto sobre el teclado, le daban ideas. Aunque no era ningún virtuoso del piano. Prokófiev sí lo era, y sin embargo no componía al piano.
Este libro está formado por dos partes, publicadas separadamente en su día, allá en la década de los treinta. Cuando Stravinski era un señor de más de cincuenta años y le quedaban por vivir casi otros cuarenta. Y que conste que en esos cuarenta pasaron muchas cosas importantes. En parte es un libro autobiográfico, en parte es un ajuste de cuentas, y en buena medida es un manifiesto, una afirmación personal en lo ético y lo estético. Como autobiografía, es un libro púdico. Como manifiesto estético, tiene bastante de desafío.
Nada nos cuenta Stravinski de su historia con Coco Chanel, sólo faltaba eso. Tampoco cuenta nada de su crisis matrimonial, religiosa y estética. Ciertos detalles sobre la homosexualidad reinante en el entorno de Diáguilev lo dejará para uno de los libros de charlas con Craft. Ni siquiera hacer alusión a cómo se las arregla justo cuando aparece por primera vez este doble libro para seguir tocando en la Alemania nazi. Sin que él sea judío, ni mucho menos, esa Alemania lo va a incluir entre los músicos degenerados (Düsseldorf, 1938). Pero es en este libro en el que afirma aquello de: “Pues, por su esencia, pienso que la música es incapaz de expresar nada en concreto: un sentimiento, una actitud, un estado psicológico, un fenómeno de la naturaleza, etc. La expresión no ha sido nunca propiedad inmanente de la música. (…) Si, como siempre es el caso, la música parece que expresa algo, eso no es más que una ilusión, pero nunca una realidad” (p. 67).
Conviene insistir: esta cita, tan evocada como poco leído el libro, está en Crónicas de mi vida, no en Poética musical, aunque allí se amplíe esta ideología, más que idea. Y hay que insistir en ello porque si uno se fía de lo que aparece en Internet, vemos casi con las mismas palabras que esta idea figura en la Poética o que, por el contrario, hay que encontrarla en Crónicas de mi vida.
Lo que dice Stravinski ahí, en plena mitad de los años treinta, esta profesión de fe formalista, tiene su sentido, pero no hay que tomarlo al pie de la letra. No se la toma al pie de la letra ni siquiera Pierre Boulez, que señalaba hace poco la paradoja de que un compositor de ballets y de óperas afirmara algo por el estilo. Y aun así… Recordemos que el ideal de Stravinski parecía tender a la abstracción, aunque se tratara de un ballet: Scènes de ballet, Danzas concertantes, hasta llegar a Agon, la abstracción hecha música danzante.
Esto es demasiado apasionante como para dejarlo sólo apuntado. Tendremos que volver sobre ello. De momento, les recomiendo el libro, en buena traducción de Elena Villalonga, y en una muy bella edición, como siempre en Alba Editorial. Habrá que volver sobre él, y sobre otros del mismo compositor.