Sombras nada más
Se me ocurrió evocar el tango del título leyendo una página de los diarios que Ignacio Vidal-Folch ha publicado como Lo que cuenta es la ilusión (Destino, Barcelona). Justamente, lo hace obedeciendo al nombre del volumen, a la ilusión de intemporalidad e inespacialidad que nos produce la música: “La música es capaz de provocar viajes inmediatos en el tiempo, época a época, a donde somos trasladados pero a condición de ver sólo sombras movedizas y sin poder tocar nada. Sólo la música, especialmente la música grabada, que es propia y exactamente voz de fantasmas.”
Cualquiera de nosotros ha experimentado esa suerte de viaje a cierto lugar, como si ese Cierto Lugar existiera realmente. Voces de cantantes que hemos oído en vivo y que se han retirado o han muerto, grabaciones que escuchamos una y otra vez pero que no memorizamos y que nos parecen novedosas o, al contrario, reiteradas audiciones que nos producen la ilusión de que algún artista favorito está siempre dispuesto a obedecernos y a tocar para nosotros. Así vuelven a nuestro lado desde ese país virtual, ese reino de las sombras, donde todo puede vibrar, de repente, en un momento único que, por ser único, no regist ran los relojes ni los almanaques.
Vidal-Folch habla acertadamente de fantasmas. Quizá la música, como ningún otro arte, tenga ese poder de erigir nuestro lado fantasmal, nuestro doble intangible, nuestra familia de sombras, terribles o adorables, o ambas cosas a la vez. El ser humano, animal músico, no se conforma con la inmediatez de los seres y las cosas, quiere su dobladillo, su orla, su aura, su exceso. Y la música, que nos toca pero no podemos tocar, representa esta aspiración como, seguramente, ninguna otra de nuestras invenciones. Tanto es así que un lejano artista puede, legendariamente, no haber existido nunca y, sin embargo, seguir interpretando su música, nuestra música.