Sofisticaciones
Richard Sennett, en El declive del hombre público dice, según la traducción de Gerardo Di Masso: “Sofisticación: en el siglo XVIII, tanto en Francia como en Inglaterra, la palabra era derogatoria; pero en el siglo XIX se transformó en un cumplido entre los burgueses. Denotaba a aquellos a quienes uno podía reconocer como bien educados o que tenían buenos modales, no obstante las barreras del idioma, las costumbres nacionales o la edad.” Esta ambigüedad o juego de contrasentidos semánticos, tan habitual en lenguas como la alemana, choca, sin embargo, con la univocidad del castellano. En este caso la regla admite una notable excepción.
La Real Academia en su Diccionario acepta acepciones encontradas de la citada palabra. Significa, a la vez, la verdadera y la falsa elegancia, el refinamiento auténtico y el fingido, la propiedad en el actuar y la falsedad. Conciliatoria, la definición más moderna se limita a decir que se trata de algo complicado, en especial referido a maquinarias. Pareciera que según la entonación con que digamos el vocablo se alterase su matización semántica.
Sofisticar, con matiz laudatorio o despectivo, significa, al menos, volver complejo o reconocer complejidad. Es lógico que en el Setecientos, siglo clásico, racionalista e ilustrado, se buscase la sencillez, la claridad y la economía de recursos. La música de la época recoge estas líneas. El Ochocientos, en cambio, si convenimos en considerarlo romántico, privilegia la expresión de la subjetividad, el sacar a la superficie las oscuras intimidades, la sinceridad del arrebato. La burguesía se sofistica y se vuelve modosa pero el artista toma distancia de la sociedad, increpa, se estremece y hasta se enloquece.
Por distintos caminos, por la nitidez o el desafuero, la objetividad o el subjetivismo, la música de ambos siglos se dirigió a un público ideal sin limitaciones, a la humanidad. Y así lo comprobamos en los programas de conciertos y temporadas de ópera. La inmensa mayoría de nuestras preferencias vienen del pasado. Podríamos pensar, con Ortega y Gasset en La deshumanización del arte que los artistas del siglo XX, al menos quienes se caracterizan como tales, limitan el alcance de sus mensajes a los “suyos”, es decir que hacen un arte para artistas. Son sofisticados en el sentido de montar complicadas maquinarias, con lo cual entran también en el venerable diccionario académico.
Como se ve, he simplificado la historia de la música sin la menor sofisticación, hasta dejarla en los huesos del esquema. Otra cosa no me permite la brevedad de este espacio. Me marcho silbando lo que corresponde, la ondulante, glamurosa y acariciante melodía de Duke Ellington, Dama sofisticada.