Shostakóvich, vísperas sinfónicas
En el próximo número de Scherzo evaluamos con no poco entusiasmo una nueva entrega del ciclo sinfónico que a Shostakóvich le dedican Gergiev y la Orquesta del Marinski. Son las Sinfonías Cuarta, Quinta y Sexta. Lo que adelantamos no es reseña, sino una pequeña reflexión sobre estas tres obras, tan distintas. Una introducción al disco mismo.
A estas tres sinfonías las podíamos razonar así: “la que no me atrevía presentar después de lo que pasó“ (la Cuarta); “la que presenté como si pidiera perdón pero que era una carga de profundidad que me cuidé que no advirtieran (la Quinta); y “la desequilibrada que se fingía inconclusa y que nadie se esperaba” (la Sexta). Desequilibrada por la desproporcionada duración y desarrollos del Largo, movimiento inicial de tres, no de cuatro. No se atrevió a presentar la Cuarta, pero entonces ¿por qué llamó Quinta a la Quinta y no Cuarta y se guardó la terminada sin numerar, por si alguna vez escampaba? Como escampó: unos diecisiete años tuvo que esperar el estreno de la Cuarta. No sé si otros veinte o más fueron precisos para que lo que contaba Mravinski con la Quinta fuera entendido: ese Allegro no era la toma del palacio de invierno ni nada por el estilo, era uno de esos largos episodios crispados y al tiempo grotescos, sarcásticos, del camarada Shostakóvich. No era heroísmo, era esperpento.
En cuanto a la Sexta y la aquí ausente Novena, sinfonías de tiempos de guerra, se ha dicho mucho sobre su equilibrio interno, su sentido profundo al margen de su heterodoxia… o deliberada automutilación. Ojo: la Sexta es de guerra, estrenada en noviembre de 1939. En esos momentos la URSS procedía a su venganza implacable sobre la parte de Polonia que le dejaba el III Reich tras los conocidos acuerdos de agosto. No son sinfonías cargadas de historia ni la historia las explica, pero la historia las atraviesa y las hiere. Shostakóvich crea una realidad cruel del mismo modo que Richard Strauss y Clemens Kraus tratarán hacia el final (poco después) de crear una realidad de aspecto equilibrado en medio de una carnicería: Capriccio. Ni lo de Shostakóvich es compromiso con disimulo ni lo de Strauss es evasión de la realidad. ¿Quién se ha evadido de la realidad? ¿No será Alemania la que se ha evadido de la realidad? Mi país creía en los reyes magos, dijo Oscar, el de El tambor de hojalata. Y para evasión ahí está el cine alemán de los años del auge y del hundimiento; en Youtube hay varios ejemplos, entre ellos un Titanic en el que se acusa al Gran Bretaña de crimen deliberado a propósito del desdichado trasatlántico, ¡en 1944!
Hay ciertos movimientos de Shostakóvich “en los que ocurre todo”. Sus duraciones lo permiten, pero la duración es necesaria por lo amplio de la peripecia, lo abundante de las ideas, los episodios. Desarrollo: esa es la palabra. Quién tiene más capacidad de desarrollo que Shostakóvich. Este compositor sería la antítesis de nuestro admirado Debussy, que prefería la invención perpetua de temas al desarrollo de los mismos. En ambos casos, lo contrario de la sensibilidad twit, que se pretende superior en la inferioridad de su pobre propuesta. En el fondo, qué importa. En movimientos como el Allegro-Presto de la Cuarta, incluso en el Moderato de la Quinta y desde luego en el Largo de la Sexta (por no referirnos al crescendo implacable que nos reserva la Séptima como movimiento de apertura) hay una descripción, una acumulación de sugerencias, un poematismo sinfónico que sin embargo observa las reglas, y apenas asoma la índole puramente rapsódica: evocación, incluso descripción, pero la forma está presente. No como en el siglo XIX, claro, pero ahí está, aunque sea legítima cierta pregunta: “pero qué fue de la forma sonata”.
Ahora podríamos referirnos al disco. Será en el número próximo.