Salas y salones
Hubo un tiempo en que las salas teatrales eran encargadas a arquitectos especializados en tal materia. Recordemos a Galli-Bibiena, Garnier y, entre nosotros, a Ortiz de Villajos. Luego, las vanguardias, renovando el concepto de teatro y, a veces, confundiéndolo con el cine, propusieron cambios. El más importante fue prescindir de la especialización, con lo cual algunos profesionales empezaron a construir teatros ad majorem gloriam propiam.
En la década de oro española, cuando se ataban los perros con chorizos, proliferaron alegremente salas de concierto y teatros de ópera. Vaya por delante que considero muy feliz esta proliferación porque España se dotó, aunque tarde pero decorosamente, de una logística para la práctica de la música.
A pesar de aquel oro, valga el refrán, no todo lo reluciente resultó áureo. Sainz de Oiza, con encomiable espíritu democrático, practicó en el auditorio de Santander una entrada debajo del escenario que lo privó de subsuelo para cambios escenográficos. En el Palacio de las Artes de Valencia, monumento de la era Camps-Barberá, el arquitecto Calatrava -sin duda, un artista plástico de primera magnitud– no sólo hizo una cubierta en homenaje a Gaudí, con fragmentos cerámicos que se están descascarando con peligro de más de una cabeza humana, sino que su sala de ópera tiene unas cuantas localidades ciegas. En Tenerife, primorosa escultura de hormigón, el escenario carece de hombros e impide cambios escénicos, en tanto el foso de la orquesta prohibe a Strauss o a Wagner, dada su estrechez.
En fin, lo hecho, hecho queda y habremos de aprovechar lo aprovechable, según reza el catecismo de Pero Grullo. Pero aprendamos la lección y cuando se necesite un par de zapatos, llamemos al zapatero. Con minúscula.