Rilke, la música y los músicos
La biografía y los textos de Rainer María Rilke cuentan en castellano con cierta tradición de estudiosos, desde Ferreiro Alemparte hasta Mauricio Wiesenthal y Antonio Pau. Todos ellos han señalado la importante y constante presencia de la música en la obra rilkeana, rematada en cierta medida con los Sonetos a Orfeo, el mítico cantor que inventó legendariamente la música para conmover a las fuerzas de ultratumba, es decir para matar a la muerte.
Pau, excelente conocedor del espacio romántico germánico, también ya probado rilkeano, aborda ahora aquel tema específico en su libro Rilke y la música (Trotta, Madrid, 2016). Trata, en efecto, tanto de lo musical en la vida personal y literaria del escritor, como de sus relaciones con músicos de diversa índole.
Todo empieza, según corresponde, con la madre, la que nos inicia en la música con los rorros y las primeras canciones. Rilke seguirá fiel a la problemática relación entre la madre y la música, que algún psicoanalista como su amiga Lou Andreas-Salomé, situaría en torno al tabú del incesto. La música siempre será para él seductora y amenazante, por su poder para disolver al sujeto, borrar sus límites, impedir el control de sus actos. Thomas Mann hará de este esquema un personaje en su novela Doktor Faustus.
La música rilkeana es una suerte de goce angustioso que pone orden en el ruido del mundo pero, a la vez, invade el lugar desde donde se conforma el poema: el silencio, que es también un elemento musical. Y propone la máxima y desesperante tentación que se plantea al poeta: hallar la palabra absoluta, capaz de decir lo inefable, lo indecible, como lo consigue la música. Esta tensión sólo la aquietará cierta música como la Missa solemnis de Beethoven, o un alucinante coro de ángeles que susurra al oído del poeta la conciliación entre lo terreno y lo celestial. Inasible, lejana, insistente, imprescindible, la música es para Rilke lo mismo que las mujeres, una lejanía fascinante y riesgosa que le impide consolidar sus vínculos de pareja y obligarlo a una protegida soledad, convertida en una especie de ética del artista, que vaga de un domicilio a otro, sin hallar nunca su casa, tal vez en busca de su madre, su inexistente madre.
Varios personajes del mundo musical tuvieron que ver con el poeta: el compositor Ferruccio Busoni, la violinista Alma Moodie, la pianista Magda von Hattingberg, la clavecinista Wanda Landowska. Todos rodearon a esta suerte de niño desconsolado que es el poeta romántico acechado por la muerte, y lo arroparon con las obras de los grandes maestros. Por su parte, él siempre se resistió a que sus poemas fueran convertidos en canciones, con la excepción de Ernst Krenek, para el cual redactó tres piezas, cuyas partituras pudo ver en su lecho final, aunque no escucharlas. De todos modos, ya se había sintetizado su relación con el arte sonoro en los sonetos órficos antes mencionados. Y la música, como los versos de Rilke, siguen en pie, desafiando la usura del tiempo y la taciturna mordaza de la muerte.
Blas Matamoro