Ricardito, un siglo y medio
Quería ser músico y se llamaba Richard, como Wagner, y Strauss, como Johann. Optó por ser Ricardito tras Ricardón. Amó, por igual, la arrogancia de los héroes derrotados y las delicadezas cachondas del vals vienés. Si empezó arrebatado y desmesurado como un romántico tardío, acabó en la estrictez neoclásica y algo melancólica de su “taller del inválido”. Por él transcurrieron dos grandes catástrofes: las estéticas musicales del siglo XIX y la convivencia pacífica de la civilización europea.
Se suele pensar en Ricardito como un vanguardista tránsfuga, que llevó la tonalidad hasta la extrema superposición disonante que la disolvía (Electra) y, arrepentido y asustado, se refugió en la evocación de la Viena rococó, anacrónico vals incluido (El caballero de la rosa) y de la ópera cortesana barroca (Ariadna en Naxos). En realidad, Strauss personifica el drama de la decisión doctrinal de nuestra música, la que empieza con La consagración de la primavera y va a parar a un gabinete electroacústico con osciladores y bandas magnéticas que han captado los ruidos de la calle. Ricardito lo resolvió a su manera, explorando la suntuosa y abrumadora herencia de la música occidental, desde Couperin hasta Wagner y, especialmente, de la orquesta moderna, desde Berlioz hasta Debussy, Ravel y él mismo.
La suya, énfasis y alharacas aparte, es una lección de sensatez artística, acaso porque lo tentaron los héroes inficionados de locura: Don Quijote, Zaratustra, Makbeth, Richard Strauss convertido en héroe de un poema sinfónico homónimo. Para compensarlos, cantó las delicias algo caóticas del hogar burgués y los escenográficos paisajes alpinos. Sus heroínas, las que conducen sus fábulas, pueden perder la cabeza como Electra y Salomé, pero también asentarse en sus cabales como la Tintorera, la Mariscala o Dafne, encantada al volverse laurel. Finalmente, la música todo lo puede, hasta conciliar a Wagner con Johann Strauss.