¿Qué hacemos con la ópera?
En 1997, Graham Vick me deslumbró con su puesta en escena para Moïse et Pharaon de Rossini, con una imponente solución circular, de modo que nos veíamos las caras los espectadores y los coristas como partes de un mismo espectáculo, entre muros forrados con un papel lleno de caracteres hebraicos.
Ahora, en el mismo festival de Pesaro, me decepcionó hasta el fastidio con su versión de Mosè in Egitto equivalente italiano de la anterior.
Vick decidió traer la acción a nuestros días, con judíos y árabes de hoy. Distribuyó figurantes por la sala ofreciendo baratijas, árabes dando saltos y empuñando ametralladoras– que molestaron la audición de la música con sus ruidos, y la visión de la escena con sus cuerpos. El tablado estaba relleno con una compleja arquitectura inamovible –escaleras, pasillos, trastiendas, pasarelas– a su vez poblada de cachivaches, de manera que los comediantes apenas tenían estrechos espacios para desenvolverse y barandas para apoyarse y gesticular.
La fábula rossiniana es musicalmente sublime, dramáticamente ingenua, teatralmente efectista lluvia de fuego, rayos, apertura del Mar Rojo). Moisés, con un simple golpe de báculo, pone a Dios de su parte y abruma a sus señores, los egipcios. Como diría Juan Ramón, no le toques ya más.
Pretender instrumentar al cisne pesarés para dar una lección sobre la violencia y la justicia en la historia, es una inútil pedantería. Se revientan las costuras de la obra por todas partes y el resultado escénico es un bodrio. Si se quiere panfletear sobre el conflicto árabe-israelí hay que acudir a las obras pertinentes que, con toda seguridad, abundan. Y si no, a encargarlas.
A veces pienso que ciertos directores de escena –no es el caso de Vick pero débil es la carne– consideran la ópera como un género anacrónico, desorejado y caduco. Con la mejor voluntad, quieren ponerla al suave alcance de los públicos actuales. O creen., con ignara benevolencia, que los espectadores de las óperas no saben de qué va la cosa y hay que modernizar el espectáculo para que no se desconcierten. Por ejemplo: fastidiar al tenor durante su aria llenando el espacio con bártulos, figurantes y muñequitos.
¿Qué hacemos con la ópera? Aceptar que es lo que es y poner a su disposición todos los instrumentos técnicos de la actualidad para que los espectadores, mientras reciben hermosas músicas, vean algo que no las contradice, ni huye hacia el caos, ni pegotea grafitos indiscernibles sobre, por ejemplo, la cara resabia, sonriente y genial de Rossini.