¿Qué expresa la música?
El siglo XIX, por el contrario, fue partidario de las anotaciones hasta llegar a hacer de ellas una literatura. Eran años románticos, años de prefacios doctrinales y manifiestos que, por sí mismos, constituían obras de letrados. Schumann, por ejemplo, interlineaba sus pentagramas con auténticos versos indicativos. No olvidemos, en el mismo orden, el poema sinfónico y la sinfonía programática. Son partituras que, en principio, responden a textos verbales. Otra cosa es plantearnos si podemos o no escucharlas prescindiendo de ellos. Personalmente, creo que que se pueden hacer las dos cosas: hurgar las cosquillas literarias de la música o prescindir de esas muletas para caminar y evitarnos fastidios al puro goce del sonido.
Llevado al extremo, cualquier principio se niega. Y así pasó con el romanticismo, quien dotó al intérprete con los plenos poderes de la expresión momentánea y el reino subjetivo de la personalidad. Se puede comprimir el fenómeno y generalizarlo en el apotegma de Franz Liszt: “El concierto soy yo.” De tal modo, la partitura se torna inestable, tanto como el humor del ejecutante.
La verdad, según ocurre siempre, se halla en la conciliación de los oponentes. Es cierto que la música se escribe y que su escritura comporta indicaciones de interpretación, a contar desde las velocidades resueltas con el metrónomo. Asimismo es cierto que siempre es un sujeto quien descifra el mudo papel con signos escritos y los transforma en sonido y tiempo. ¿Pueden trabajar juntos? Sí, categóricamente sí. Pero, cuidado: estamos tratando con seres vivos, la partitura y el hombre o la mujer que la incorporan. La vida es imprecisa, felizmente imprecisa, y no agota sus posibilidades sino en un futuro que no se alcanza nunca. Por eso, distintas lecturas de una misma página dan como efecto distintas e igualmente válidas versiones.