Prosa, poesía, música
Desde los románticos se viene diciendo que todas las artes propenden a la música. Lo dijo Heine, lo repitió Borges y seguimos releyéndolos. Pero el asunto viene de lejos. Como siempre, los griegos lo pensaron antes. Enseñaban la música junto con la poética y la retórica. Sólo a partir de Alejandro Magno, acaso por influjo de su maestro Aristóteles, se dividió la prosodia, que afectaba a la prosa, de la armonía propia del poema. La palabra musical era poética. La desnuda y pura (y cruda y dura), prosaica.
Pasan los siglos y la cosa sigue en pie. Mallarmé, al ver bailar a las chicas de Edgard Degas, entendió que la bailarina era capaz de convertir su cuerpo en metáfora de otro objeto: flor, pájaro, mariposa, suma y sigue. Su alumno Valéry fue algo más lejos. La danza es, para él, la pureza de formas del cuerpo, intraducible a palabras porque, en tal caso, no es danza sino mímica. Dicho de otra manera: cuando el cuerpo se torna inefable, empieza a bailar. Volviendo a los géneros: bailar es poético tanto como caminar es prosaico.
Si bien se mira, en todas estas consideraciones, que unen la danza con el cuerpo y con la escritura, la música es el hilo rojo que cose las piezas. Es la que lleva al lenguaje verbal hasta las fronteras de lo indecible, lo tensa y lo vuelve poético. Es la vibración que convierte el cuerpo en metáfora y en pura forma. Y es la que, sin decir nada, hace decir a poetas y pensadores. Por algo – de nuevo los griegos – las musas le dieron nombre, agrupando en torno a ellas las nueve disciplinas del saber. La pregunta subsiste: ¿cómo puede saber tanto quien nada dice expresamente? Cierro con esos signos musicales que se llaman barras de conclusión, a los cuales les bastan añadir dos puntitos para convertirse en barras de repetición. Por las dudas, ahí van tres: …
Blas Matamoro