Popular y clásica
Voy a lucir brevemente mi currículo. El que avisa no es traidor. Hace unas semanas concurrí a un encuentro sobre tango en Buenos Aires. Participé porque, en 1969, abriendo un lugar en el camino que, de alguna manera, me condujo a este blog, publiqué La ciudad del tango, un intento de hacer la historia social de esta música, este baile y esta literatura. Un periodista – amigo y respetuoso, vaya por delante – me preguntó cómo compaginaba mi afición al tango, música “popular” con mis escritos sobre la música “clásica”, llegando hasta estudiar las relaciones con esta última y escritores tan canónicos como Proust y Thomas Mann. Le aclaré un par de cosas. Ahí van.
Proust, en su monumental novela, y Thomas Mann, en La montaña mágica, mencionan el tango pues son obras que se refieren a la época en que el tango se puso de moda en Europa (1913 en adelante). Ya no era música popular, si así se entiende la única que estrictamente puede adjetivarse de tal, o sea la hecha por músicos aficionados, legos, normalmente cubiertos por el anonimato, y transmitida por tradición. Los tangos que conocemos están recopilados, en ínfima minoría, por músicos de profesión o están compuestos igualmente por ellos en aplastante mayoría.
Lo de música clásica, ya sabemos, sólo cuadra a la del clasicismo. Dicho rápidamente: la del siglo XVIII. Si se quiere, la neoclásica que la evoca. ¿Dónde fijar la frontera a la que, supuestamente, se refería mi amigo el periodista? En ninguna parte. Hay música a secas, hecha por especialistas de mayor o menor formación, y que puede tener más o menos público – esto es cuantitativo, nada califica – y resolverse en pequeños o grandes formatos, lo que tampoco asegura buena ni mala calidad. Las canciones de Schubert son de pequeño formato y no ofrecen mayores complejidades que los tangos – clásicos, esta vez, porque muy formalizados – que practicaron los glotriosos sextetos de la década de 1920: Juan Carlos Cobián, Julio De Caro, Cayetano Puglisi, Elvino Vardaro. O los no menos gloriosos pianistas como Enrique Delfino y Lucio Demare. Nada digamos de Astor Piazzolla, cuyas invenciones resultan bastante más complejas que las estrofas schubertianas.
¿Acaso pensaba mi interlocutor en señoras y señores bien emperifollados que van a los teatros de ópera las noches de gala? ¿Creía ingenuamente que el hábito hace al monje? Pues no: la música ni es monja ni lleva hábito. Es, como dice Juan Ramón, una “mujer desnuda corriendo loca por la noche pura.”