Pitágoras ha vuelto
Un lector curioso y lego como quien esto suscribe, al asomarse a la física teórica goza como quien lee literatura fantástica. No en vano Ervin Laszlo, correcto cuántico, ha comparado la teoría de cuerdas con el sonriente gato de Chesire que aparece en el País de las Maravillas de Alicia.
Pero en cuanto corresponde a este blog, diré que la sucinta noción que yo tengo de las cuerdas y las supercuerdas me trae a la memoria la filosofía presocrática de Pitágoras, un maestro que acaso nunca existió pero que dejó una serie de arduos discípulos, como adjetiva Borges. En efecto, la teoría de cuerdas nos refiere un fundamento del cosmos del que tenemos muy indirectas noticias, que nunca podremos estudiar como un objeto, que sólo hemos de juzgar por sus efectos y que, en definitiva, se parece mucho a esas zonas ocultas y misteriosas de ciertos cultos ancestrales.
Las cuerdas y supercuerdas flotan en un espacio que es a la vez tiempo y viceversa, insustanciales, acaso virtuales, lo que el viejo Aristóteles llamaría entelequias. Lo que nos importa, lector o lectora, es que sus autores las llaman cuerdas por comparación con las paralelas cuerdas de un arpa, un violín o una guitarra. La diferencia es que éstas son materiales, las podemos tocar mejor o peor y escuchar las notas que emiten al ser digitadas o frotadas. Las otras, las cósmicas, son silenciosas y sus efectividades se miden con unos números que también actúan silentes.
Vuelvo a Pitágoras, quien enseñó que el mundo está estructurado por números y notas, que la osamenta de nuestro cosmos es matemática y musical. Siglos más tarde, físicos y aritméticos corroboraron la racionalidad matemática de la música y Pitágoras volvió. Y ahora, en la teoría de cuerdas, vuelve a volver. Su música es un ostinato molto. Por algo será pues algo tendrá el agua si la bendicen y algo tendrá la música si la escuchamos.