Pianistas
Un instrumento como el piano parece preparado para inmovilizar al ejecutante. Un violinista, un flautista, un cantante, pueden moverse y circular con sus ingenios – el del cantante es su propio cuerpo – pero el hombre/mujer del teclado tiene que estar quietecito, sentadito, con las manecitas pegadas a la dentadura de ese luctuoso animal, a medias catafalco, llamado piano.
Dicho lo anterior, sin embargo, caben matices porque no todos los pianistas tienen la misma corporeidad ni se enfrentan a su instrumento con la misma actitud. Sokoloff aparece con una cara de nene haciendo pucheritos y algo de ensimismamiento fóbico, evocando al chico encerrado bajo llave por sus padres para que repase los ejercicios del día. Perianes nos atisba con su mirada concentradísima, diamantina, con algo de agudeza socarrona y andaluza. Una pregunta silenciosa se dibuja en su expresión: ¿Qué hace aquí toda esta gente, que no me dejará tocar tranquilo mi querida música? En cambio, Andsnes anda muy chulo, deportivo, ágil y garboso, con aires de muchachón seguro de su éxito.
Este juego de concentración/atención hacia la fauna que puebla la sala puede dar resultados llamativos. Pollini es capaz de salir en mangas de camisa para arrojarse – mejor dicho: zambullirse – sobre las virguerías de Stockhausen. Le importa poco su aspecto informal, como si fuera el director de correos que vive en el piso de al lado y va a comprar el pan. Tan es así que, una noche de Pesaro, abordando esa partitura misteriosa, agotadora e inaferrable que son las Variaciones Diabelli de Beethoven, se abstrajo tanto de nosotros que se puso a canturrear la partitura. Bueno, Gould, como Toscanini y Casals, también lo hacían y quedan pruebas grabadas de esta afición.
Recuerdo un filme con Horowitz ante el tercer concierto de Rachmaninov, acompañado por la batuta de Mehta. Acabado un párrafo, el divo don Vladimir levantó la cabeza y, con ojos entrecerrados y somnolientos, dijo sin decir: Pero ¿cómo, todavía sigues ahí?
Puede haber algo de espectáculo negado o enfatizado en el quehacer del pianista. En una lejana tarde porteña, recuerdo a Arrau despachando un ciclo beethoveniano con chaqué, polainas y corbata plastron. La última vez que asistí a un recital suyo fue en Madrid, en el Auditorio, y me tocó verlo de espaldas y admirar al juego de sus dorsales. Era un viejecillo pequeño y sonriente al que había que acompañar hasta el piano porque le costaba desplazarse. Oh, asombro, ya no llevaba chaqué pero sí, en cambio, un curiosísimo frac verdoso. De Benedetti-Michelangeli se dice que se ponía pelucas con el mismo color de sus capas.Si has visto a Rubinstein en alguna película, habrás advertido que tocaba no sólo para ser oído sino para ser contemplado. Su blanca melena imperial, su arresto monárquico que convertía el banquillo en trono, sus brazos alzados tras cada silencio como quien exhibe cetro y orbe, eran una fuerte evocación de antiguas personas coronadas. Schumann – un hombre no especialmente benévolo – dejó dicho que si Liszt tocase tras una cortina, buena parte de sus efectos desparecería. Es que tocar la música se toca con todo el cuerpo y esta totalidad formal de nuestros cuerpos, dolorosos o gloriosos según el momento, es lo que se viene llamando, desde hace milenios, alma.