Pensamientos estivales
El verano azuza a los festivales, Bayreuth entre ellos. Se acerca, además, el centenario wagneriano. Se aplaude y se patea. Ricardón sigue sin dejar indiferente a nadie. No entraré en estas discusiones. Más bien, todo lo contrario. Quiero decir que Wagner propuso lo que su obra cumplió y la vez desdijo, y que en esa contradicción interna florece la perpetua polémica wagneriana.
Si nos atenemos a su programa de máximos (Ópera y drama, 1851) hay que suprimir las arias, los dúos y los temas históricos, a favor de los motivos conductores y los mitos. El libreto es protagónico y la escritura definitiva, intocable. En esto ya sabemos que Ricardón fue flexible, que aceptó cortes y modificaciones a favor de los cantantes, como cualquier operista de los que él decía deplorar.
En cuanto a estructuras, las hay en todas sus obras, hasta en las de madurez como Los maestros cantores, es decir: obertura, aria, conjuntos, coros, quintetos, danzas y suma y sigue. Su detestado Meyerbeer, con sus trucos escénicos y pases de magia, está obsesionándolo desde Rienzi hasta Parsifal: luchas contra dragones, incendios, jardines de ceniza, lanzas voladoras, paloma celestial, cáliz milagroso. En fin birlibirloque judaico y parisino.
¿Fueron los héroes, estrictamente, los protagonistas del mundo wagneriano? Hace años que críticos tan inteligentes como Robert Gutman y el poeta Wystam Auden rescataron, precisamente, el teatro wagneriano por lo contrario, por ser diestro hasta lo sublime en retratar a neuróticos de baja calidad, explorando sus oscuridades irracionales, sus extravagancias, sus morbideces y sus manías suicidas. No olvidemos que los primeros wagneristas fervorosos fueron los decadentes europeos del fin de siècle, imitados por los modernistas americanos y españoles (incluidos los vascos como Román Egusquiza y los catalanes como Adrià Gual).
El verano es festivalero y ocioso. Dejemos estas reflexiones para el frío y lúcido invierno que viene porque seguramente ha de venir.