Para un diccionario personal
Albéniz: ¿Sabía, don Isaac, que usted compuso el primer tango de la historia?
Bach: Qué concretas sus abstracciones, don Sebas. Las siento por todo el cuerpo, por eso que, a falta de mejor palabra, llamamos el alma.
Beethoven: La misma luz prodigiosa ilumina sus mínimas bagatelas y sus grandiosas sinfonías. Hay que repetirlo, una vez más: el tamaño no importa.
Berg: En tus geniales y coloridas disonancias se absuelven los crímenes del siglo XX.
Bizet: Mientras España se deshacía en las guerras civiles de Cuba, Carlista y el Maestrazgo, usted la rehizo en una gloriosa espagnolade.
Berlioz: A veces, la cartesiana Francia pierde la chaveta porque un genio inventa la orquesta moderna.
Boccherini: A ver quién es el guapo capaz de construir catedrales en miniatura con escarbadientes (léase: palillos de sobremesa).
Borges: Sordo a la música, según propia confesión, escribió, sin embargo, de ella esta impecable definición: la forma misteriosa del tiempo.
Brahms: La prueba irrefutable de que la pasión es pudorosa y consigue evitar cualquier aspaviento.
Cilea: Tiene razón, al enloquecer, Adriana Lecouvreur: el arte es un manojo de flores envenenadas que la convierte en la musa de la tragedia.
Chopin: Cuando compones en modo menor, Freddy, me haces llorar de alegría. ¿Y tú?
Debussy: Un golpe bajo, propio de un gran talento: reverdecer la mustia poesía de Maeterlinck en la lozanía perpetua de una orquesta.
Falla: Contempló, místico y estático, el bailongo del mundo y le añadió su propia danza.
Gluck: Vale la pena pasarse una vida entera en el ejercicio de la virtud para escuchar el cantable de la flauta en los Campos Elíseos.
Hindemith: Entre una guerra espantosa y otra más espantosa aún, la tregua donde se mezclan el jazz y el coral, el encuentro del himno con el cabaret.
Mahler: No se prive, nomás, don Gustav, y demuestre su inclinación por Puccini y Lehár.
Mendelssohn: Dijo la hilandera: “Gracias a una romanza de este señor, se me pasó el calambre de tanto darle al pedal de la rueca.”
Monteverdi: A fuerza de madrigales, fue inevitable llegar a la ópera.
Mozart: No te apresures, Amadeus. Tienes treinta y cinco años para componer muchas de las más hermosas músicas del mundo.
Palestrina: La verdadera plegaria sólo se puede recitar cantando.
Puccini: El ejercicio melódico de la compasión sostiene el desdichado delirio de Cio-Cio-San, llamada Madame Butterfly o Missis B. F. Pinkerton.
Ravel: Toda una estética de la melodía mínima y la armonía máxima para conseguir que un bolero se canturree bajo la ducha.
Rossini: En medio de la más bufa de las bufonerías, la imponente seriedad de un enorme polifonista.
Saint-Saëns: Gracias, don Camilo, por su Carnaval de los animales. Es la clave para descifrar la música del siglo XIX.
Schubert: La canción disuelve cualquier nieve durante los viajes invernales de la existencia.
Schumann: “Loco, yo. Cuerda, la música.”
Shostakovich: Bravo, don Demetrio, por haber obligado al verdugo Stalin a retractarse y retratarse.
Johann Strauss: En torno a la agónica corte de los Habsburgos, bailan el domingo a la tarde las vidas de las modistillas y los soldados.
Richard Strauss. Después de bailar con tus deliciosos valses anacrónicos, en el descanso, baja la voz, Ricardito, y explaya la melancólica confidencia de tus Metamorfosis.
Chaikovski: En la cerrada tiniebla de la noche, un mágico lago nos convida al orgasmo, al gozo de la disolución.
Verdi: No me diga, querido don Beppe, que no advirtió el amor que une a Ricardo con Renato y al marqués de Posa con don Carlos.
Tomás Luis de Victoria: Véase Palestrina.
Wagner: La valquiria, acto primero. Tras el chaparrón del preludio ¿cómo no va a florecer la húmeda pradera primaveral del incesto?