Otra leopardiana
Ya he recordado en esta columna alguna página de los apuntes que hizo Giacomo Leopardi a lo largo de su vida y que se han editado como Zibaldone di pensieri. En ellos vuelve sobre el tema de la música, asunto que resulta protagónico en el pensamiento romántico, al cual Leopardi se resiste, una manera oblicua de reconocerlo como propio. Se defiende de aquello que ama para evitar someterse a él.
En sus anotaciones fechadas entre el 20 y el 21 de agosto de 1823, Leopardi discurre largamente sobre música. Distingue entre la llamada popular, que se basa en la costumbre, es decir en la repetición, y se sitúa entre aquellos – todos nosotros – que hemos debido acostumbrarnos a gustar de la música para, valga el eco, gustar de la música, y la música para los entendidos. Eruditos, diríamos hoy, gente con formación musical académica.
En tanto los pueblos difieren en sus costumbres, la música popular es siempre local. Lo que gusta en un lugar disgusta en otro. Por el contrario, la música erudita es universal porque se produce conforme a una ciencia de base matemática, la misma en todo el mundo. Parte de Europa pero llega desde la China hasta América. Desde luego, con matices. Los italianos consiguen gustar con facilidad y Leopardi cita a Rossini – único apellido en sus notas sobre la materia – por oposición a los alemanes, su bestia negra pedante y difícil.
La música popular tropieza con el inconveniente de que debe fundarse sólo en la invención. Inventar nuevas melodías es muy difícil. Entre tanto, la música “educada” tiene a su favor la técnica de las variantes y las variaciones, que le permite desarrollos prácticamente infinitos.
Esta dicotomía puede conciliarse y la historia de la música desde entonces da la razón a Leopardi. No olvidemos que el escritor vive una época en que la ejecución musical va saliendo de la cerrazón de las cortes y pasa a tener un público plebeyo que va a los teatros de ópera y a las salas de conciertos. La música “educada” recorre el mundo y arraiga en todas partes, creando costumbres estéticas públicas, o sea: haciéndose popular. Toca lo que Leopardi, romántico a su pesar, denomina naturaleza. Por artificioso que sea un arte, si cabe la redundancia, no resulta eficaz si no nos llega naturalmente, a esa interioridad donde yace lo que nos ha sido dado naturalmente, lo que llevamos sin elegir sino que nos elige. Leopardi creía que los humanos somos, en nuestro recóndito fondo, de naturaleza poética y musical. Es muy probable que siga teniendo razón. ¿Cuestión de humanidad? Pues sí, cuestión de humanidad.