Otra bachiana más
Es sabido que Bach compuso sus Variaciones Goldberg para aliviar los insomnios de un noble señor que las pagó y no las oyó nunca. Al cabo de los siglos, volver a ellas es una de las tareas más apasionantes y menos renunciables de la música. Allí se entreveran el alocado Glenn Gould con los sensatos Geoffrey Paysant y Erwin Bodky, por ejemplo. Lo cierto es que, mientras Beethoven y Brahms, por no irnos a la estrictez de los casos dieciochescos, varían manteniendo en cada número una estructura similar, diríamos que fija, Bach no. Cada variación es una pieza autónoma y su número podría contraerse o expandirse. Es decir que estamos ante una obra abierta, asentada sobre el fondo azul del infinito en un cuadro barroco.
A ello se suma otro elemento de libertad y apertura: la falta de indicaciones expresivas en los manuscritos y ediciones de la época. Podemos pensar asimismo en otros títulos bachianos donde no sabemos ni siquiera a qué atenernos en cuanto a dispositivo instrumental: la Ofrenda musical y El arte de la fuga. Es verosímil imaginar tradiciones. Los intérpretes contemporáneos o bien renunciaban a tocar ciertas partituras bachianas por huir de la dificultad, o bien obedecían a tradiciones orales que nosotros nunca conoceremos, por más arqueología que se inyecte en los programas de concierto.
¿Es legítimo derivar otra ocurrencia, como la de que aquellas variaciones, en vez de amontonarse o conjuntarse, se disparan igual que los radios de una rueda? Volvemos a otro elemento definitorio del barroco: la falta de centro. Y quien dice descentramiento también dice falta de límites, de contornos. El arte de la fuga se interrumpe abruptamente. Las variaciones, éstas o cualesquiera otras, podrían cambiar de cantidad. En cierto modo, no empiezan ni terminan.
Aparte de tales barroquismos, arriesgo que en Bach hay un elemento de agudamente moderno que es la subjetividad. Umberto Eco halla en los pintores del barroco los primeros indicios del sujeto modernizado, el que dice “esto lo hice yo”. Las pinceladdas de Velásquez o Tintoretto se notan como vestigios manuales. Ya no importa barnizar y dejar tersa la superficie para despersonalizar el objeto llamado cuadro.
Bach, al decir “Yo” está incitando al ejecutante y al oyente a percibir otro pronombre: “Tú”. Por mi parte, contesto: “Presente, Juan Sebastián”.
Blas Matamoro