Óperas que fueron comedias
La cartelera teatral pública madrileña tiene cosas curiosas. De repente, a unos cuantos directores de escena con poder suficiente para imponer títulos (lo que supone, sutilmente, excluir otros) les da por la literatura americana unas veces añeja y otras epigonal. Añeja: La loba, de Lilly Hellman. Epigonal: Agosto (Condado de Osage), de Tracy Letts. Obras antiguas como Una luna para los desdichados, de O’Neill son cualquier cosa menos añejas. Obras hermosas se han convertido en disculpas para el inmovilismo brillante (Muerte de un viajante, Un tranvía llamado deseo). De ratones y hombres, basada en una novela breve de John Steinbeck, anterior a Las uvas de la ira pero que va por ahí, es otra cosa; es hermosa pese a su maniqueísmo muy “generación perdida” (Caldwell, por ejemplo, iba por ahí). Se dice que debería ser trabajo para la iniciativa privada, no para el teatro público. Es de la iniciativa privada, no nos engañemos. Como La loba. Pero el sector privado teatral, como el bancario, no puede vivir sin el apoyo público. Así que el teatro público echa a andar la función, y la productora la coloca aquí y allá a continuación, una vez salvado (sufragado) lo peor. No es subvención (palabra detestable para los sectores beneficiarios de poderosas ayudas de otra índole), es mucho más caro. Mientras, el patrimonio contemporáneo –español y no español- brilla por su ausencia, salvo piececillas de corto vuelo (¿de eso se trata, de que tengan corto vuelo?).
Pero eso habrá que tratarlo en otro medio, pronto habrá ocasión. El caso es que se diseña un nuevo modelo, de manera espontánea. Lo veremos. Ahora hay que ver otra cosa. Todas estas obras “gringas” han sido llevadas al cine. De manera que resulta evidente que tal director posa de Kazan; tal actriz quiere recordar a Bette Davis. No es ilegítimo, pero mientras hacen ustedes eso, el tiempo pasa implacable por encima de la creación. El intérprete quiere ser autor. El pupilo pretende ser tutor.
Lo que tal vez se ignora es que algunos de los títulos clásicos que vemos ahora en Madrid no sólo han sido cine. También han sido óperas. En Scherzo le dedicábamos hace dos años un dossier a la Música en Estados Unidos, y en un artículo nos referíamos a la creación operística. Destacábamos allí, entre otras muchas óperas, la Regina de Max Blitzstein, basada en The little foxes (La loba, claro), de Hellman, una ópera que el compositor revisó en varias ocasiones desde su estreno en 1949. En muchos sentidos, marca lo que fue más tarde la ópera estadounidense (americana, dirían ellos, como si el resto del continente…), con elementos folk, de comedia musical al estilo Broadway y, desde luego, tradición operística europea, sobre todo italiana y verista, pero no sólo. Es decir, la herencia ya diseñada en los años 30 por compositores como Virgil Thomson (Cuatro santos en tres actos) y George Gershwin (Porgy and Bess).
En aquel dossier escribíamos sobre Carlisle Floyd, un importante operista que seguía esas pautas desde su primera y más renombrada ópera, Susannah, estrenada en 1955, cuando Floyd no había cumplido los treinta años. Entre paréntesis: tuvimos el placer de ver Susannah en España, en Bilbao, en el Euskalduna, en octubre de 2010. Pues bien, bastante después de componer Wuthering Heights (Cumbres borrascosas, 1958), novela de Emily Brontë ya adaptada mucho antes a la ópera nada menos que por Bernard Herrmann (pero aún no estrenada por entonces), en 1970 da a conocer Floyd en la Opera de Seattle Of mice and men, precisamente. La ópera en Estados Unidos goza de buena salud. Por lo que decíamos en aquel dossier: entre otras cosas, por el protagonismo musical de las Universidades, auténtica cantera de voces, instrumentistas, batutas, compositores…
No todo es americano en el teatro público de la capital del reino. Pero todo es apuesta segura, no sospechen riesgos. El inspector de Gógol, es una farsa magistral. Se puede ver en el Valle Inclán de Lavapiés en un montaje divertido, exagerado, con un reparto magnífico (muy típico del cine y el teatro españoles: el reparto polifónico farsesco que funciona de maravilla; el punto más alto, Plácido, de Berlanga, pero hay muchísimos más). Pues bien, El inspector se ha convertido en ópera en varias ocasiones. Podemos recordar una de esas óperas, Der Revisor, de Werner Egk (1958), una pieza vivaz, agitada, un parlato cantabile continuo, inagotable, en cierto sentido al modo de Gianni Schicchi; en fin, como le corresponde al texto de Nikolai Vasilievich.
De estas tres óperas hay grabaciones en formato CD. Pueden consultarlo en Internet.
Mientras, hemos podido disfrutar de algunas interpretaciones excelsas, como la de Núria Espert en Regina (La loba) o Mercè Pons en Josie Hogan (Una luna…). Magníficas actrices catalanas, siempre bien acogidas en la meseta; por su talento indiscutible, más que nada. Y algunas direcciones de escena de muy buen nivel, como las de Miguel del Arco para las recreaciones de Gógol y Steinbeck (en la que también es autor de la versión teatral). O las de Gerardo Vera para Hellman y John Strasberg para O’Neill (la de O’Neill es única pieza que permite sutilezas; las otras son “otra cosa”, aunque cada una lleve una fórmula distinta de exageración). Volveremos sobre ello. En otro medio, ya dijimos.