Nino Rota
El reciente centenario de Nino Rota ha servido, una vez más, para revaluar/devaluar el papel del músico para cine. Digo “para cine” y no “de cine”, por lo mismo que no se dice Beethoven, músico de sinfonías sino compositor que ha escrito para orquestas sinfónicas. En efecto, la aparición del cine impuso, después de haber supuesto, un nuevo espacio para la composición musical. Tanto es así que la primera partitura para la gran pantalla la compuso un maestro tan rudamente tradicionalista como Saint-Saëns.
En el caso de Rota, los buenos oficios de ciertas casas grabadoras nos han permitido conocer cabalmente su obra instrumental y advertir que no estábamos ante un músico epigónico, empresarial ni meramente intuitivo. Precoz, refinado, claramente inscrito en el mundo neoclásico italiano de Wolf-Ferrari y Casella, Rota supo trufar esa deuda con las puntillas sutilmente grotescas y el ácido humor del expresionismo alemán, al tiempo que incorporaba al gran formato el gusto por las orquestinas de barracón en el Grupo de los Seis francés.
Invirtiendo el recorrido, podemos escuchar las suites extraídas de sus películas junto a Visconti, Vidor o Fellini y montarnos nuestra propia historia. Puede ser que evoquemos escenas vistas pero también que las inventemos, tan poderosa es la fuerza narrativa de Rota, aun en un lenguaje tan proverbialmente abstracto como lo es la música. Entonces recordamos que unos cuantos maestros del siglo XX escribieron para el cine sin sentirse manipulados ni disminuidos por el encargo: Prokofiev, Korngold, Honegger, Pizzetti, Julián Bautista, Silvestre Revueltas, Shostakovich, Alberto Ginastera, Ibert, Joaquín Turina ¿hace falta engordar el escrutinio?
Y no me olvido de Un sombrero de paja de Italia, deliciosa comedia musical rotiana que hereda y rinde homenaje a la jocundia verdiana de Falstaff.