Nietzsche, la escabechina
De un solo escobazo, Nietzsche se cargó la música alemana del siglo XIX, acusada de un imperdonable pecado: ser decadente. En especial, por culpa de los románticos, artistas a los cuales su gran insatisfacción consigo mismos vuelve creadores, aparta la mirada de ellos y de su mundo circundante, dirigiéndola hacia atrás, hacia el origen, donde no hay nada más que un mito desnudo: el Mito del Origen.
La música había empezado a decaer tras Mozart y Rossini. Ellos fueron los últimos capaces de articularla como su lengua materna: popular, tierna, furiosa, demasiado dulce o ruidosa, pícaramente indulgente, sonriente, refinada, tardía, burlona de la tradición y enamorada de ella. Ahí queda eso, toda una petición de principios (y de fines, de paso). Música de la felicidad, que diviniza la vida animal y festeja su triunfo, permite bailar y ayuda a una buena digestión. Si se quiere, lo que Goethe definía con un par de vocablos: la salud (el clasicismo) frente a la enfermedad (romanticismo).
Quizá de la escabechina podría salvarse Beethoven, a medio camino entre ambos extremos. Era, en la visión nietzscheana, un “gran hombre pobre”, sordo y enamorado, desconocido y filosófico, en cuya desdicha fue capaz de erigir con plenitud unos sueños gigantescos o dolorosos. Se ve que Nietzsche no sabía dónde ubicar tamaño monumento y lo dejó fuera de concurso.
Observo otra cosa. Ante la deplorable música germánica, el ejemplo del acierto es latino. Clasicismo, en música, es un código construido en la Italia de los siglos XVII y XVIII. O sea que el par goetheano podría proyectarse en otro u otros dos: latinidad clásica y germanidad romántica, catolicismo y protestantismo. Lo digo porque, a la vuelta de los años, la única medicina nietzscheana contra la decadencia también provino del Sur latino y católico: Carmen de Bizet. Meridional, morena, quemada por el sol, serenamente fatalista, tan seductora como profunda y horrible. La síntesis de la danzarina mora y la agudeza repentina del navajero, con un fondo de mares amarillos donde, remotamente, siguen existiendo las islas del olvido. Bueno, demás está decir que, yendo tan al Sur, Nietzsche se topó con África (léase España). Con lo cual tocamos también al Unamuno de la mala hostia ibérica, que mandaba a la porra a la Europa inventora y optaba por la mística pasión magrebí de San Agustín.
Casi me olvido de Offenbach, un judío afrancesado al que Nietzsche también rescata como libertador del sentimentalismo degenerado de los románticos mediante su ingenioso y desbordante perfil de sátiro. Y, ya que estamos, porque también lo admiró Nietzsche, a nuestro Offenbach de patinillo madrileño, don Federico Chueca.
A todo esto ¿dónde situar la música compuesta por el propio Nietzsche? Se admiten respuestas.