Músicas inmorales
¿Puede una música ser inmoral? Me pongo al frente de quienes responden rotundamente que no. Un complejo sistema de signos carentes de significados como es la música, muy malamente puede contener ofensas contra las reglas de conducta de una sociedad. Sin embargo, la historia de nuestro arte registra cuantiosos ejemplos de lo contrario. No me refiero a las músicas vinculadas a la palabra porque, en tal caso, la inmoralidad puede hallarse en los dichos verbales. Un solo caso: Salomé de Richard Strauss fue prohibida en determinados teatros por utilizar el texto de Oscar Wilde.
Voy a las situaciones más puramente musicales. Profesores de música hubo en la Inglaterra de los años de 1920 que se negaron a explicar, siquiera a ejecutar las obras de Alban Berg por inmorales. Desde luego, aquí hubo una confusión entre corrección ética y corrección estética y los daños a una concepción de la belleza musical ocasionados por el serialismo se identificaron con daños a la virtud de los jóvenes británicos. Algo similar pasó en 1941 cuando el gobierno japonés prohibió la ejecución de la Sinfonía de Requiem de Britten debido a su contenido religioso y no por su leve matización pacifista. En Japón podían escucharse las músicas de Strauss y de Ibert, a pesar de que Alemania, aliada a los nipones, estaba en guerra contra Francia. Hasta era posible “tolerar” que dirigiera orquestas algún judío, exento de hacer el saludo nazi entonces de moda por allí.
Al pobre Britten, y por motivos muy diversos, lo persiguió toda su vida la fama de favorecerse con temas perversos en sus óperas, culminando con Muerte en Venecia, especialmente por su tendencia a mostrar la maldad refinada y falsamente angelical de los niños. En fin. Conozco gente, melómana sin la menor duda, que juzga dañina la música que manifiesta con tal intensidad el dolor del alma que puede provocar dolores en el cuerpo del oyente. Fronterizo, el goce de una partitura muy bella, tocada de modo igualmente muy bello, es capaz de hacernos lagrimear pero por todo lo opuesto al dolor, aunque siempre los extremos se toquen y llorar equivale a una opinión y, a la vez, a una descarga higiénica.
Acaso lo anterior tenga que ver con una verdad de carbonero, simple e irrefutable como ciertas verdades carboneras: que la música atañe al cuerpo de quien la compuso, la realiza y la recibe. Tanto así, tan totalmente, que puede hacernos doler la totalidad simbólica de ese cuerpo, o sea lo que llamamos, por no tener mejor palabra para hacerlo, el alma.
Ilustración: Retrato de Benjamin Britten, por Mariusz Kaldowski.