Música hecha pedazos
Leos Janacek es, sobre todo, un compositor considerado por sus óperas, que insisten en los programas teatrales correspondientes. Sin embargo, ha tocado todas las flautas, nunca mejor dicho y así se asiste a un renacimiento del interés por su obra pianística, en manos de Lugansky y otros colegas que nos hacen transitar nuevamente bajo sus nieblas y por sus senderos cubiertos de hierba.
A menudo, ciertos oyentes se desconciertan al recibir estas páginas, ricas en atmósferas armónicas sugestivas pero que – tal es la objeción –descuajadas en lo melódico. Janacek repite obsesivamente un trozo de melodía que no alcanza a resolver. Luego insiste en tal vacilación. Es entonces cuando cabe advertir que estamos ante un recurso estilístico, ante un gesto expresivo, propio de su expresionismo, valga la redundancia. Janacek ha vuelto a plantear el problema de la forma inconclusa como algo válido en sí mismo, como algo que lejos de ser una forma imperfecta es, por el contrario, una solución formal. La música está hecha de sonidos y silencios y en este tipo de fragmentarismo melódico el silencio es parte del sonido como suspensión del sentido. El escucha desorientado no advierte que es él quien debe completar, con toda libertad, lo sugerido por ese hueco sonoro.
El romanticismo ya trabajó en esa vía de ocurrencias explosivas y fugaces, impromptus, preludios, impresiones de viajero. La literatura lo ha hecho repetidamente en aforismos, greguerías, apuntes de dietarios. No hay música perfecta y definitivamente conclusa, como no hay palabra de semejante calidad. Siempre estamos diciendo una parte de la utópica totalidad de lo decible. El arte lo sabe y lo conforma. Volvamos a Janacek, a su piano “tartamudo” y démosle la razón.