Música en libertad
Cercana e inalcanzable, frágil pero potente hasta la extenuación, la música constituye uno de los elementos misteriosos en la condición propia de esta especie animal llamada humana. Schopenhauer se atrevió a imaginar que existirá hasta cuando hayamos desaparecido, cosa que ha de ocurrir antes de que acabe la vida en la Tierra, según sentencia Lévi-Strauss, ceñudo hombre de ciencia que ve en la música, justamente, el supremo de los misterios. Si viviera Kant le preguntaríamos por esta experiencia ajena a la Experiencia y, enseguida, el enjuto maestro pronunciaría la palabra “metafísica”.
La intensidad de nuestra experiencia melómana – si se prefiere: melomaníaca – ha llevado a algunos hasta las fronteras de ese gozo que, por encima del placer y el displacer o el dolor, se da en situaciones límites: la visión mística, la unión sexual, la invención poética. Los confines del sujeto se disuelven. Dicho con mayor truculencia: el sujeto se desujeta. En el placer y en el dolor, el sujeto que se complace o se conduele, permanece. En el gozo, no. Un psicoanalista, Sandor Ferenczi, creó la categoría del sentimiento oceánico y la explicó por nuestro deseo, utópico y radical como todo deseo, de volver al seno materno, a disolvernos en el pequeño océano maternal, ser uno y la otra, en fin: a gozar lo que nos está prohibido desde nuestra expulsión al mundo, el feliz día del nacimiento, que normalmente rubricamos llorando a moco tendido. La música, en efecto, es, en este cuadro del adualismo – excusen el palabrón, no es invento mío – la Otra, la mamá perdida y recuperada.
Es claro: si no hay sujeto, no hay moral. Volvemos a la inocencia amoral de la naturaleza. Ya muchos ilustres desconfiados, desde Platón a Freud, levantaron sus señales de alarma. Uno recomendó la gimnasia. Otro, la transferencia. Más directo, Thomas Mann hizo aparecer en su novela Doctor Faustus a Mefisto en persona. Hoy no quiero llevarte tan lejos, lector o lectora.
Quizá lo mejor que pueda proponer al respecto alguien que escribe sea lo que un escritor aficionadísimo a la música como Georg Steiner dice en Los libros que nunca he escrito (traducción de María Condor, Siruela, Madrid): sólo las notaciones de la matemática pura y la música nos abren camino entre las alambradas de púa del lenguaje. Consiguen ambas una suprema significación aunque a un alto precio, pues el signo musical está blindado: no se lo puede definir, parafrasear ni traducir, aunque estructural y formalmente admita tener sintaxis y gramática. Nos resulta indispensable y me remito a la experiencia histórica. Pero, a la vez, nos invade y no podemos atraparlo con la palabra, que es un rasgo que nos distingue. ¿No será nuestra enésima tentativa de libertad? ¿No es la tentativa una variante de la tentación y entonces hace bien Thomas Mann en tratar con el Demonio?
Blas Matamoro