Música celestial
Dice Baudelaire en Mi corazón al desnudo que “la música vacía el cielo”. Las palabras no pueden ser más certeras y, si se quiere, más enigmáticas. Es probable que si le pudiéramos pedir explicaciones a Baudelaire nos diría que la música deja al cielo desnudo porque nuestra única realidad humana es terrenal y lo celestial es una invención nuestra. Mejor dicho: de algunos humanos capaces de hacer una música que todos compartimos a tal punto que su cielo es el de cualquiera. En cuanto a Baudelaire, nos insistiría en la contrafaz de su aserto: la única certeza que tenemos no es celestial sino infernal porque en el fango del infierno crecen las malignas flores de sus poemas.
Hay quien piensa lo contrario, que es lo mismo pero cabeza abajo. Eugenio Trías, en sus reflexiones sobre la música, la hace descender de las celestes alturas. Que el cielo sea una ilusión óptica es lo de menos. El músico hace terrestre algo que, en su origen, no lo es y que permite elevarnos hacia él. Claro parece que, al descender hasta nosotros, el cielo se vacía y se torna terrenal: sensible, temporal, hasta cotidiano. Cantamos al preparar la comida o al tender a secar la ropa, al celebrar una boda o al partir para la guerra. Con lo que Baudelaire tiene razón: la música vacía el cielo.
En todo caso, pleno o vacuo, el cielo permanece. Nos espera o nos expulsa o, quizá, simplemente nos acompaña, en el día desafiante o en la noche protectora. Con ambos podemos hacer músicas. Nocturnos, alboradas, himnos y combates. En el silencio de una diáfana mañana o en la convulsión de la tempestad.