Mujeres fatales
La ópera ha cortejado a las llamadas mujeres fatales: Manon, Carmen, Salomé. Son las que consiguen que los hombres pongan de manifiesto sus ocultas partes siniestras y, gracias a ellas —a sus partes siniestras, quiero decir— llegar a la ruina y al crimen. Hasta la pobre Dama de las Camelias puede incorporarse a la lista, ya que conduce al incauto amante hacia un conflicto familiar que el pobre pardillo no es capaz de tratar con su padre.
Se suele aludir a la misoginia de estas fábulas, que hacen recaer en la mujer todos los males del varón. ¿Por qué hay mujeres fatales y no hombres fatales? La respuesta psicoanalítica es fácil: porque en un mundo falocrático, la mujer que tiene iniciativas sexuales, que es activa, representa una amenaza al poder viril, es un ser castrador.
Dicho esto, me siento insatisfecho y recurro a Lulú, la de Wedekind y Berg. Como dice Chéreau, comentando su puesta en escena, el poder de Lulú es el que le dan los hombres pues ella encarna sus sueños más felices y sus pesadillas más atroces. En efecto —ríase usted de La Gioconda o de Cavalleria rusticana— aquí no faltan asesinatos, infartos masivos, tortazos y puñaladas. Lulú es hueca, vacía, pero no como una caja de Pandora, según el tópico, sino como un abismo. Y por él se deslizan los hombres, siendo que ella conserva la amoral inocencia de la naturaleza.
Berg lo entendió bien y sacó a flote un libreto lleno de melodrama y folletín, mala prosa y divagaciones pedestres. Lulú, a menudo, canta como una soprano belcantista romántica, es el lirismo de la vida que seduce a los hombres, el lirismo de un pájaro maravilloso. Y, a pesar de la atonalidad, cada frase puede oírse como un retazo de una partitura tonal nunca realizada, utópica, como es utópico el fondo del abismo femenino. A cantar, chicas y chicos, a cantar.
Blas Matamoro