Metáforas
Para el pintor de origen ruso, aunque plenamente neoyorkino, Mark Rothko, la mística eslava, aquella sobre la que tanto escribió Dostoievski, tenía los colores distribuidos en esas bandas horizontales que hemos visto mil veces en sus pinturas. Para Rachmaninov la mística eslava sonaba con los valores celestes, incandescentes, de los coros a cappella, subrayados por voces solistas entre las que a veces sonaba un bajo ruso con severo trazo negro.
Así lo veo, pero es indemostrable. Cada arte tiene su propio lenguaje y son intraducibles entre sí. ¿Cómo, entonces, pueden producirse estos espejismos? ¿Por qué cree Delacroix que está ‘interpretando’ a Shakespeare en sus cuadros históricos? ¿Será a la manera del pianista que dice ‘interpretar’ a Beethoven? Delacroix ha leído el texto del dramaturgo inglés, el pianista ha leído el texto de Beethoven. Por supuesto que, si en lugar de un pianista hubiera sido un pintor capaz de leer partituras, también habría podido decir que ‘interpretaba’ a Beethoven, como hizo Klimt con la Novena sinfonía. Hay algo extremadamente oscuro en estas analogías.
Alguien muy inteligente, George Steiner, dijo que tales figuras son modos de hablar, impresiones subjetivas, palabrería. Y sin embargo él, que no podía leer una partitura porque desconocía la técnica musical, escribió decenas de artículos sobre música y en su extensa obra este arte impregna la totalidad de sus reflexiones. No me canso de recomendar su libro Necesidad de música (Grano de sal) recopilado por Rafael Vargas Escalante, un libro que sólo existe en español. Y me mueve a ello un reflejo defensivo: tampoco yo puedo leer una partitura y escribo con terquedad sobre música. La cuestión es que en ocasiones algunos músicos niegan esta posibilidad.
Mi maestro y amigo, muerto demasiado joven en 2018, Juan José Olives, director que fue de la orquesta del Conservatorio de Zaragoza, en frecuentes e inacabables reuniones respetaba que yo hablara de música en términos figurativos, pero siempre afirmó que eso no tenía la menor relación con la música, que era un lenguaje metafórico y que, en consecuencia, transmitía un sentido ajeno al orden musical. Otro amigo y maestro, Luis Gago, que sí puede leer una partitura, por no hablar de José Luis Téllez que dona su talento a esta revista, también escriben de música con lenguajes metafóricos para todos, pero cuando se dirigen a profesionales emplean el lenguaje técnico. El propio Schumann, como cuenta Steiner, después de interpretar un difícil estudio para piano y preguntado por un alumno si podía explicárselo, el músico respondió: “¡No faltaría más!”, y volvió a tocarlo de principio a fin.
He aquí la paradoja. A veces los oyentes quizás entienden a la perfección la pieza, pero no pueden describirla y sólo hablan de ella con el lenguaje común. Es posible, incluso, que la entiendan mejor que el propio compositor, o de otro modo. Lo mismo le sucede al intérprete: puede enmendar al autor, nadie es el dueño del lenguaje musical, aunque sea intraducible. Creo que todos estamos facultados para hablar de la música en términos literarios, porque la música es un modo de conocimiento y todos los conocimientos se unen sin mezclarse. Son el mismo. Y lo compartimos en la lengua de los sabios y los legos