Mayorías y minorías
Es un tópico decir que la música contemporánea no atrae a los grandes públicos. Como a todas las genralizaciones, a éstas se le deshacen las costuras. Concierto de Aranjuez, Estancia, West Side Story son, entre muchas otras, músicas de las llamadas contemporáneas. Las han compuestos unos músicos del siglo XX. Si estuviera Ortega y Gasset diría que no son obras para artistas, que el arte contemporáneo sí lo es y, en tanto los artistas son pocos, como público resultan minoritarios. La opinión orteguiana no se sostiene. Debussy, Ravel o Stravinski eran, en su momento, cosa de la ”egregia minoría” del maestro madrileño. Hoy no lo son. Las empleadas de tienda que ponía por ejemplo mayoritario, hoy gozan con Clair de lune y con La consagración de la primavera que Walt Disney incluyó en Fantasía. Ciertamente, lo visual hace mucho para disolver categorías. Hay anuncios de dentífrico con el aria de Dalila y de braguitas con el dúo de Lakmé y su asistenta. Hacia 1970 se vendía el Adagietto de Mahler como la banda sonora del filme La muerte en Venecia.
Lo que no acaba de colar es la música atonal. Tampoco la hecha con medios no convencionales, como los electrónicos o las cintas magnéticas de los concretistas. Pero este es otro tema, el de los límites de la música. La atonalidad, en cambio, escrita y tocada como la de toda la vida, atrae poco y nada. Y aquí sí, tal vez, el lenguaje que la caracteriza puede explicar su impopularidad. Dicho salvajemente: es menos música que “la otra”. No tiene tonalidad, no tiene modulaciones, no tiene tonos superpuestos, no tiene resoluciones. Sí que tiene tensiones pero, al no resolverse, acaban por no ser tampoco tensas, por falta de comparación. Es, como diría Borges respecto de la arquitectura corbuseriana, “un arte frugal”. Y, claro está, vamos a los conciertos y a la ópera o el ballet para atracarnos en un banquete. Para los citados ejemplos, si no llevamos unos bocadillos de casa, morimos de hambre.