Los niños de Britten
La reciente reposición de Muerte en Venecia en el teatro Real ha permitido repasar el rol insistente de la niñez en ciertas obras de Britten. En la citada ópera Tadzio, el púber del cual se enamora Von Aschenbach, es un personaje mudo encarnado por un bailarín, según exige la historia llevada a la escena lírica. Es poco más que un niño y el atractivo que despierta en el protagonista, siendo erótico, difícilmente puede entenderse como sexual en un sentido físico. Al contrario, la condición del enamorado es la del desencuentro, de modo que el amado permanezca siendo una criatura de su imaginación, una suerte de fantasma al cual Tadzio presta su silente y efébica presencia.
Varios estudiosos de Britten inciden en el tema, en especial Xavier De Gaulle (Benjamin Britten ou l´impossible quiétude). El niño britteniano se da como una imagen interior de la propia desazón del adulto, una suerte de misteriosa, indescifrable puesta en escena salvaje. Es algo desconocido y tensionado por su ambivalencia: demoníaco y angelical, deseable y casto, que despierta la crueldad a la vez que la compasión. Los mayores, en su entorno, actúan de amenaza. Están sensualmente conturbados, sea por la verbosidad de Puck en Sueño de una noche de verano o por lo taciturno de Tadzio. André Tubeuf subraya esta ambigüedad: el niño es encantador y seduce desde ese preciso encanto que tiene una etapa de la vida cernida por las desazones de la futura madurez. En Otra vuelta de tuerca el tierno Miles puede ser un proyecto de criminal por advenir.
Pero es quizás en Billy Budd donde el asunto adquiere mayor complejidad en esa figura del efebo virginal, vocado a ser leyenda tras su sacrificio, proyecto de santo legendario que anima una oscura atracción en los adultos que desatan su ejecución, Vere y Taggart. Lo admiran y lo martirizan, acaso empujados por una necesidad de redención, el ofertorio de un enésimo Cordero Pascual. El reglamento marino decreta la culpabilidad de Billy pero son sus verdugos quienes viven la culpa y Billy conserva la aureola de la víctima inocente. Es la escena que evita Peter Grimes, en la ópera homónima, ejerciendo una suerte de protección paternal por el muchacho al cual está tenebrosamente unido. Billy Budd, hijo expósito, cae entre las garras de Vere que es su padre adoptivo y sacrificador.
Infante, inocente en peligro de ser culpable, redentor, sensual por su belleza y puro por – valga el pleonasmo—por su pureza ¿no es, acaso, el niño britteniano la alegoría de la música britteniana, la clave de su insistente religiosidad, a menudo formulada en forma de Requiem? La guerra, holocausto de los inocentes, le ha sugerido una espléndida obra maestra, The War Requiem. Por algo Britten eligió la narración de Thomas Mann, para el cual la música, emblema de todas las artes, es a un tiempo, tentación demoníaca y catarsis mesiánica. Tampoco es casual que el escritor haya encontrado en ciertas canciones de Britten las que habría compuesto Adrian Leverkuhn, el compositor de Doktor Faustus. Vasos comunicantes, acordes que suenan en el pentagrama de la historia.