Liebre por gato
Tafelmusik es probablemente la orquesta historicista americana que goza de mayor reputación. Con toda justicia. Fundada hace justo cuarenta años en Toronto por el oboísta Kenneth Solway y por la fagotista Susan Graves, fue directora musical de esta formación la violinista Jeanne Lamon desde 1981 hasta 2014. Lamon continuó como asesora artística hasta 2017, cuando fue contratada como nueva directora musical la violinista italiana Elisa Citterio. Para conmemorar sus cuatro decenios, Tafelmusik acaba de publicar esta semana en su propio sello discográfico un magnífico CD con conciertos de Antonio Vivaldi.
No es normal que una formación historicista tenga director estable. Y es bastante más raro todavía que se vaya a buscar a ese director estable a miles de kilómetros de distancia. Lo de Citterio llama aún más la atención por el hecho de que era la concertino de la orquesta de Teatro alla Scala de Milán, y porque que no se lo pensó dos veces a la hora de dejar tan importante cargo para establecerse en Canadá. Como gran violinista que es, Citterio ha compaginado siempre el violín moderno con el barroco; no hay formación historicista italiana por la que no haya pasado. Centrada actualmente en Tafelmusik, parece haberse decantado ya por el segundo. Al menos, de momento.
Sirva todo esto de preámbulo para narrar una de las anécdotas musicales más divertidas que he vivido, y que, en contra de lo que pueda parecer, son bastante habituales entre algunos intérpretes italianos. En el año 2010, el ensemble Dolce & Tempesta, del que es director el clavecinista turinés Stefano Demicheli (ahora, frecuente colaborador de Tafelmusik), ofreció un concierto en Alcalá de Henares con obras de Johann Sebastian Bach (la cantata-parodia BWV 51 sobre el Stabat Mater de Pergolesi) y de su hijo Wilhelm Friedemann. La memoria, siempre tan selectiva, me ha recordado justo ahora que ese día jugaba España, contra Honduras, su segundo partido en el Mundial de fútbol de Suráfrica, ese que terminaríamos ganando con el gol de Iniesta en la prórroga a Holanda (si todavía recuerdo lo de los hondureños es porque con un oído escuchaba la música de Bach en el Corral de Comedias alcalaíno y el otro lo tenía pegado a un transistor para ver qué sucedía en Johannesburgo: habíamos perdido el primer partido contra Suiza y si perdíamos el segundo nos íbamos directamente a casa).
A lo que iba: la anécdota musical… Comenzó el concierto y bastaron solo unas notas para que mi atención se fijara exclusivamente en la primera violinista, cuyo nombre no me sonaba de nada: Elisa Bellobona. Me resultaba inconcebible que alguien que tocaba tan prodigiosamente el violín fuera una perfecta desconocida. Concluido el concierto, y con unas cuantas cervezas de por medio, conseguí que uno de los integrantes de Dolce & Tempesta (no diré su nombre por prudencia) acabara cantando: Elisa Bellobona era en realidad Elisa Citterio. Había pedido un día libre a la Scala y recurrido a un pseudónimo para no tener problemas laborales, porque el teatro milanés se negaba en redondo a dar permiso a sus músicos de plantilla para que tocaran con otras orquestas. Por lo visto, según me explicaron entonces, esta es una práctica común entre no pocos músicos italianos. Por ejemplo, el veterano violista Ernst Braucher ha aparecido no pocas veces como Ernesto Braucherio, aunque su nombre de pega sea mucho más evidente que el de Citterio. Así que si alguna vez escuchan ustedes en un concierto o en una grabación a algún músico italiano que toca como los ángeles y cuyo apellido les es totalmente desconocido, indaguen un poco, porque igual les están dando gato por liebre. O, para ser más exactos, libre por gato.