Libros y libretos, librillos y libretas
Colaborando con Benjamin Britten en el texto de la ópera Billy Budd, basada en un relato de Melville, Eric Crozier meditó acerca de las características de un libreto de ópera. Contra lo previsible, es decir que el texto operístico debe ser similar a un drama poético, Crozier opina que debe estar incompleto, ser “un simple trampolín para la música”. El poeta cuenta sólo con la palabra para expresarse, en tanto el libretista ha de ser sencillo y depurado, proponer versos o prosas cantables, dejar en blanco un ancho campo para que el músico haga su música.
Esto parece una declaración de principios a favor del tradicional libretista de ópera, desde Metastasio, en el barroco, en adelante, pasando por la población de poetas especialistas del siglo XIX. Baste observar, por ejemplo, el trabajo de Verdi con sus escritores para confirmarlo. Entonces llegó Wagner, autor él mismo de sus textos. Leyéndolos, admitiendo la densa y poderosa fuerza literaria que ostentan, cabe preguntarse qué más puede añadir la música a esta literatura. El secreto de Wagner es, quizá, que la palabra estaba precedida, en su imaginación, por motivos conductores que ya la condicionaban al canto. Pero el asunto quedó en el aire y en la ópera del siglo XX es frecuente advertir que los compositores se valieron y se valen de dramas y comedias escritos para el teatro hablado, a los cuales pusieron en música. Entonces: ¿qué hacer con los poemas de Hofmannsthal, D´Annunzio, Maeterlinck, Oscar Wilde, Büchner, Wedekind, García Lorca o Valle-Inclán?
La propuesta de Crozier es acertada. La música debe trabajar con los blancos y las entrelíneas, los silencios y las respiraciones de aquellos textos. O, acaso, descubrir que, entre los entresijos de aquella literatura, quedaba, latente, el canto. O, más audazmente, tomar un texto de literatura teatral y propinarle unos oportunos tijeretazos y pegotes como para convertirlo en libreto de ópera, uno de esos infolios que si uno los lee prescindiendo del canto, resultan tartajosos, atolondrados y, a veces, absurdos. Como no soy libretista ni compositor, me llamo a silencio, a ese silencio tan esencial para la existencia de la música.