Leves y graves
El adjetivo trivial ha quedado connotado por la ligereza, la superficialidad, la falta de importancia. Sin embargo, su raíz es bastante grave, ya que significó, en la Edad Media, las tres materias del trivio, una de las dos secciones de las siete que componían la familia de las ciencias. Triviales eran, pues, nada menos: la lógica, la retórica y la gramática, ocupadas en estudiar las formas del conocimiento. En la otra familia, el cuadrivio, estaban las disciplinas científicas ocupadas en conocer la naturaleza: aritmética, geometría, astronomía y música. Antes, Cicerón en su estudio De oratore, enumeró las artes liberales y, entre ellas, las matemáticas, inclusivas de la geometría y, de nuevo, la música.
Para escarnio de los literatos como quien suscribe, triviales eran las ciencias del lenguaje, en tanto la música siempre estuvo entre los estudios de “alto coturno”. Muy cerca o integrada, en la tribu matemática. La historia de las relaciones entre ambos —los números y las notas— es caudalosa. Se atribuye a Guido de Arezzo (hacia 995-1050) la autoría del texto anónimo Quomodo de arithmetica procedit musica, lo cual, siglos más tarde, ocupará a Max Weber en sus trabajos sobre el origen matemático de la música.
Entre la arirmética y la geometría que miden el mundo, y la astronomía que averigua el curso de los astros en los últimos 13.700 millones de años (unos 100.000 millones de aquéllos son estelares), la música se sitúa como la parienta bonita que, también ella, es exquisita en cuanto a medidas y resabiada en lo que atañe a la armonía y la composición. O sea que los antiguos, en tanto nos empujaron a los letraheridos hacia la trivialidad, aceptaron la gravedad de la música, como parte del estudio de la naturaleza que nos rodea, a la que pertenecemos, ante la cual tomamos distancia e intentamos rodear. Cantar fue, entonces, para el mono melódico que somos, y siempre, una manera de entender eso que está ahí y que, por darle algún nombre, denominamos mundo.