Letras y corcheas
Antonio Muñoz Molina no es sólo el notorio novelista que muchos hemos leído sino también un melófilo del cual los lectores de Scherzo pueden constatar sus observaciones mensuales. En Babelia del 16 de julio, Muñoz Molina, a propósito de la lectura de los clásicos, deja anotadas un par de reflexiones muy inteligentes acerca de la recepción y la actividad de quien lee un libro y quien escucha una música.
En efecto, tras el auge de los estructuralismos en los años sesenta del pasado siglo, se puso de moda su contrapartida: la estética de la recepción o lectocentrismo, palabra neológica por cuya fealdad pido excusas. El texto dejó de ser algo objetivo que se sostiene absolutamente a sí mismo y que ha de analizarse por medio de categorías científicas. Algo parecido sobrevino con la tendencia posmmoderna, tecnicista, objetivista y autóctona de la música, que no debía someterse a ninguna subjetividad del intérprete y dejar que la partitura sonase por sí misma y se expresase impersonalmente a sí misma. Se desempolvaron los instrumentos originales de los museos para dotar aún más de lejanía la obra de su versión.
Muñoz Molina razona al revés: tanto el intérprete de la música como el intérprete de la literatura son sujetos, tienen un cuerpo radicalmente singular y hacen lo que hacen en un lugar y un tiempo. Son agentes en la vida musical y literaria. Son colaboradores y hasta diría que coautores junto con los proclamados autores. Hay en la vida de la obra de artre una suerte de condominio entre el emisor y el receptor, que no es un mero espacio hueco y pasivo que la obra rellena con su propia plenitud.
Un texto olvidado en una biblioteca no es literatura, es escritura arqueológica. Hace falta que alguien lo lea, es decir que lo descifre, que se apasione, se indigne, se divierta, se aburra y etcétera y, muy especialmente, se pregunte por los motivos de su relación afectuosa, sensible y, si se me permite la exageración, erótica, con la cosa en cuestión.
También se refiere Muñoz Molina a otro aspecto de esa supuesta objetividad lúcida y despersonalizada del lector/escuchante y es el gusto. Gustamos o nos disgustamos de nuestras lecturas y escuchas a partir de nuestra circunstancias personales: por qué leemos este libro y no otro, por qué preferimos esta sonata o aquella sinfonía entre las demás. Porque, como subraya el novelista, a menudo decimos que nos gusta una obra que no sabemos si nos gusta y lo decimos queriendo creer en algo en lo cual somos incapaces de creer: de esto hay que gustar, es lo obligatorio y correcto, eso de lo que todos mis iguales hablan y aplauden y yo debo conseguir no ser menos y no parecer palurdo y anticuado. Pasan los años, volvemos a la novela Tal o a la sinfonía Cual y nos preguntamos ¿cómo fue posible que esto me gustara y que gustara a todo el mundo que constituye el Mundo? Es cuando advertimos que todos lo que nos ocurre es histórico y nuestras circunstancias nos presionan hasta marcarnos, ante lo cual la única actitud libertadora es quedarnos a solas con nosotros mismos, percibir lo que podamos percibir, desdoblándonos y tratando de averiguar por qué nos pasa lo que nos pasa, a nosotros, lectores y escuchantes que actuamos como monarcas absolutos y nos hallamos destronados por la invasión de la historia en nuestros señoriales dominios.
Blas Matamoro