Leopardi melómano
En una anotación de su Zibaldone di pensieri (10 de septiembre de 1821), Giacomo Leopardi se refiere a la música. Es difícil imaginar qué música habrá escuchado el poeta en su retiro provincial italiano de Recanati, por aquellas fechas. En Europa tenía lugar le revolución beethoveniana pero no es creíble que sus ecos llegaran a esa recóndita Italia leopardiana. No obstante, el país tenía su equivalente Beethoven en Rossini, como ha apuntado sagazmente José Luis Téllez en esta misma revista. Un tránsito que buscaba en la herencia clásica las grietas y rendijas que se proyectaban hacia el futuro romanticismo. Algo similar a lo que ocurría con la literatura de Leopardi, un severo crítico de los románticos, que desorganizaban la poética de los géneros en aras de una espontaneidad original y subjetiva. Algo similar, sin sujeción a ninguna doctrina, hacía el melancólico señor de Recanati.
Para Leopardi, lo único estético de la música es la escritura, cuya belleza sólo parece alcanzar a los entendidos, capaces de emitir juicios acerca de la belleza o la fealdad de una composición. Dicho más rasamente: a la corrección o incorrección de su escritura musical.
Pero ¿qué pasa con el melómano, el que escucha la música como tal, el que percibe su única realidad real, que es sonora? Para Leopardi, que discurre como un clásico, este encuentro no es estético porque carece de objetividad. En efecto, cada vez que escuchamos una música, la recreamos en nuestro ámbito subjetivo, intransferible. Es “expresión, significación, imitación”. Suponemos que alguien se expresa en esa música y somos nosotros mismos. La cargamos de significados, imitando experiencias de nuestra memoria sentimental, nuestra historia afectiva. Nos gusta si armoniza con nuestras vivencias felices, nos disgusta si evoca nuestras desdichas.
El apunte leopardiano es, por decirlo musicalmente, de registro agudo, por más grave que sea nuestra conmoción afectuosa al recibir el sonido, ligada al momento, al lugar, al episodio de nuestra vida íntima que configura la escucha. Es como si la música sólo existiera de modo virtual, en tanto posibilidad, en los pentagramas que los intérpretes leen. Ellos tampoco lo hacen mecánicamente. Todo su organismo se emplea al hacerlo y en esa totalidad hay lo que corrientemente denominamos alma. Y en esa experiencia ajena a la estética reside, por tremenda paradoja, correctamente incorrecta como la vida misma, la realidad del arte sonoro.