La secta del celofán
El recuerdo es antiguo e impreciso en los detalles. Estoy sentado en el paraíso del teatro Colón de Buenos Aires. El escenario, lejano, muy lejano, alberga a un instrumentista mínimo y sutil, quizá Narciso Yepes o Nicanor Zabaleta. Tengo los cinco sentidos muy alertas al hilo de música que sube hacia la cúpula. Digo cinco porque si tuviera cincuenta también estarían en lo mismo.
De pronto, a mi izquierda suena el clic de una cartera de señora. Sí, es una señora o ¿por qué no una señorita? Ella extrae una cajita de cartón que contiene algún medicamento sin duda indispensable para su supervivencia. Lo cierto es que en la cajita hay unas pastillas envueltas en celofán. El cristalino material cruje y entonces adiós Haendel o Mudarra que sea.
Alentado por la mujer de mi izquierda, un señor a mi derecha o ¿por qué no un señorito? extrae una tableta de chocolate. Oh, menos mal, está dentro de un envoltorio de silente papel. Oh, no, dentro del papel de celulosa hay un papel de metal. Supongamos que Zabaleta despacha el Canto de la noche de Salzedo. Y bueno, en cualquier jardín nocturno croa un sapo y fluye una fuente pero, claro, no el cric-cric del celofán y el papel de metal.
¿No te ha tocado alguna noche una dama acalorada que, en pleno Rossini, abre su abanico y solfea en contra del glorioso pesarés? ¿No has padecido algún invierno una epìdemia de resfriados que se decide a hacer crisis mientras la soprano canta el aria del Nilo de Aïda? ¿No has creído que el sunami de tosecillas, carraspeos y moqueos te pareció un Nilo que no dejaría terminar el aria a la soprano, ni esa ni otra alguna?
Mi larga experiencia de melómano me ha hecho sospechar de la gente que concurre a la salas de música con abanicos, cajitas de medicamentos, tabletas de chocolate, paquetes de caramelos o simples pañuelos (los clásicos dirían moqueros) y otros minúsculos artefactos de sonido. ¿Acaso no es el sonido el que nos reúne en tales lugares? Yo sigo sospechando. Son una secta o, más dulcemente dicho, un club. No puede explicarse, si no, que aparezcan en todos los sitios filarmónicos de todas las ciudades. Son un aparato, están globalizados. No podemos con las agencias de ráting, ni con los especuladores financieros, ni con los narcotraficantes, ni con los terroristas. Debemos resignarnos. El planeta se ha achicado. Todos estamos en todas partes.