La sastrería de los dioses
Wagner escribe al director de orquesta Hans Richter en el verano de 1869 –el editor de la correspondencia, Ludwig Karpath, no atina a mayores precisiones– una carta en la que trata, entre otros asuntos, del vestuario más apropiado para unas representaciones de su tetralogía. Dos preocupaciones tensan su prosa: que los diseñadores sigan las huellas del pintor Michael Echter, que ha cubierto con sus frescos tantos muros de los delirantes palacios erigidos por Luis II de Baviera, mecenas del pedigüeño Ricardón; y sus planes para construir un teatro lírico pura y exclusivamente alemán, libre de tentaciones latinas, cosmopolitas y judaicas.
En efecto, Echler, en la línea de cierta pintura de la época, imagina a los dioses en la tradición de la pintura académica europea, o sea como dioses del paganismo clásico, es decir mediterráneo. La estatuaria griega y romana sirven de referencia, en tanto de las divinidades nórdicas no quedan huellas visibles. Para Wagner, vestir a sus divos con túnicas meridionales, era como disfrazarlos y desvirtuarlos.
¿Qué modelos proponía tener en cuenta? No pueden ser más bizarros, por no decir hilarantes: observar los viejos escudos medievales de Prusia, con sus gigantes velludos empuñando garrotas, el dios Froh con la hoz de las cosechas, Fricka –una buena maruja– ocupada con su huso de hilar y Freia con frutas y flores, acaso con un puesto en el mercado de la Plaza Mayor. Es sabido que a Wagner le repelía el arte de los pintores decoradores que servían en los teatros de ópera de su tiempo. Sus bellos paisajes y sus imponentes construcciones eran como cuadros estáticos donde se perdía la acción de sus actores. Pero, en su lugar ¿qué? Acaso el músico estaba pensando en un arte que reuniera a todas las artes en una sola etsructura, un arte del futuro, un arte inexistente: el cine. Y, en efecto, llegó y así estamos viendo a Superman, a Conan el Bárbaro, a los enanos y los príncipes y las doncellas misioneras del Señor de los Anillos. El arte del siglo XX ha llegado y se ha vuelto canónico, entre el cómic y la pantalla tridmenisonal. Quién se lo hubiera dicho a don Ricardón.