La peligrosa música
Un relato de Tolstói lleva el título beethoveniano de La sonata a Kreuzer. Su trama es sencilla: un hombre se cela de su mujer porque sospecha que tiene un amante, un violinista al cual acompaña al piano en la citada sonata. El celoso comprende que la música es el lugar donde los adúlteros se encuentran y al cual el marido no puede acceder. Gracias a la música, los amantes ilegales se aíslan del mundo.
Pero cuando tocan la Kreuzer, los celos se disipan al llegar al movimiento agitado y el más lento, con sus variaciones. Y es entonces cuando Tolstói, valiéndose de su personaje, nos presenta su concepción de la música. “La música hace que yo lo olvide todo, la verdadera situación en que me hallo y hasta a mí mismo; me induce a creer en todo aquello en que no creo y a comprender lo que no comprendo y dándome un poder que no tengo.”
En contra del tópico, la música no eleva el alma sino que la excita, más allá del cuerpo o, acaso, en la totalidad del cuerpo que es lo que comúnmente llamamos alma, ánima, la animación vital. Según los describe, sus efectos – digamos que tolstoianos – se parecen mucho a los de una droga o una visión mística: el individuo disuelve sus límites, se disipa en un mundo plácido donde nada lo conturba y acepta todo tal cual es, con cierta beatífica placidez. Y su mujer, su amante supuesto y él mismo, celoso delirante, dejan de ser quienes son y devienen Beethoven, es decir: un muerto inmortal, capaz de excitar a los vivos mortales.
Esta disolución del sujeto tiene efectos morales. Por algo hablamos de un disoluto como alguien que no obedece a normas éticas. En efecto, la música ha sido, repetidamente, señalada como amoral y, por ello, peligrosa, ya que ese sujeto desujetado, esa solidez disoluta, hacen perder la elemental distinción entre lo bueno y lo malo. En la novela de Thomas Mann Doctor Faustus, el músico pacta con el Demonio, muy cerca de la meditación tolstoiana. El artista renuncia al amor para crear y da al mundo la droga de la beatitud a partir de su inmersión en el mal. Quien lo probó lo sabe. No es que yo quiera apartar a los lectores de la música. Todo lo contrario. Si es una droga, carece de efectos secundarios, se vende en lugares públicos y a precios asequibles. Insisto: quien la probó, lo sabe.