La oración del ateo
La muerte, por su universalidad y su fuerza definitoria —todos morimos y tal mortalidad define la vida de cada uno de nosotros— ha ocupado al arte y, en especial a la música, en cualquier tiempo y lugar. Se dice que los monumentos más antiguos que se conservan, las huellas más remotas de la ansiosa memoria humana, son recordatorios funerales. La música, arte de objeto intangible, siempre intacto aunque se diga, por paradoja, que se puede tocar la música, hasta que llegó la escritura melográfica, produjo cantos y sones para siempre perdidos, como no hagamos caso de los cantos anónimos que siguen practicándose.
Nada tan claro, tan nítido, como nuestro destino mortal. Sin embargo, nada que haya dado lugar a músicas tan disímiles. Es como si cada individuo tuviera su propia vivencia de la muerte. El escritor paraguayo Augusto Roa Bastos inventó un neologismo para definirla: moriencia. Y es eso, la moriencia, lo que promueve la composición de los requiem, eso y no la uniformidad de las palabras que en ellos se cantan. Tomo dos extremos para ejemplificar la amplitud de las moriencias en la música.
Verdi propone una visión dramática, desgarrada, por momentos tremebunda y por momentos exangüe y resignada, pero siempre angustiosa, de la muerte. Su Requiem es existencial, canta la presencia de la muerte en la vida. Su personaje —pues personajes hay, estamos ante un inmenso músico de teatro— es la humanidad congregada en una suerte de ágora ideal de la que emergen, aquí y allá, voces individuales sueltas. La aparición del Rey de la Tremenda Majestad se anuncia con belicosos bronces. Pero Dios no aparece. Si lo hay, está escondido como quiere San Pablo. Es como si no lo hubiera. Las voces, en especial la soprano, siguen clamando por Él, le dan vida llamándolo ante la muerte.
Gabriel Fauré nos ha dejado, por el contrario, un Requiem hecho desde la laxitud, la serenidad, el reposo que tras la agitación de la vida, aporta la muerte. No es la angustia del mortal, es el descanso eterno del difunto. Hay una fe que sostiene esta imagen de la muerte como bienaventuranza, como vida mejor, de la que nada sabemos salvo que merece nuestra confianza en la beatitud de su lugar, allí donde los seres queridos siguen siendo queridos aunque ya no sean. Tampoco en Fauré hay un Dios que aparezca, sea en forma de Padre Encarnado en el Hijo o como símbolo de su infinitud y su eternidad. Se lo llama con figuras concretas: el piadoso Jesús, el Cordero de Dios, tan concretas como esquivas. En todo caso, da lugar a la plegaria.
¿Es posible rezar sin Dios, desde la vida y hacia la muerte, desde la muerte hacia la eternidad? ¿Es posible la oración del ateo? La música da la respuesta. Sí, porque la respuesta no se dice sino que se canta, y es el orden sonoro del mundo. Ella misma, intangible, si no es Dios, tiene con Él cierto parecido de Familia.