La Novena, una vez más
La última y cantada sinfonía de Beethoven ha generado abundante literatura. Y si digo literatura es porque excluyo los trabajos musicológicos —estoy pensando en el admirable de Massimo Mila— que entran en la partitura con sus propios instrumentos, nunca mejor dicho. La literatura es otra cosa: es el bello abuso de la palabra cotidiana.
Los primeros receptores de la Novena fueron los románticos. Para ellos, Beethoven era más que un padre o un patriarca: era un dios. Juraban por él, le rezaban todos los días, pedían su ayuda celestial y temían sus iras. Schumann creía percibir en el comienzo de tal obra, la majestuosa pompa con que se nos presenta una divinidad. Hubo quien le hizo un programa —insisto: literario— y la convirtió en una suerte de poema sinfónico sobre el origen del hombre, con el Divino Verbo dividiendo luz y tinieblas. Los progresistas juzgaron que Beethoven había dejado atrás toda la historia de la música, arrumbada en la bodega de las antiguallas. Se creía, desde luego, en el progreso de la poesía, encarnada en la música, reinas de las artes.
Hoy todo esto nos parece, curiosamente, anticuado. Ni Beethoven deroga a Mozart ni Stravinski deroga a Beethoven. Tampoco se trata de creer, sin pruebas posibles, en la eternidad de la Novena. Más bien, que cada época genera sus escuchantes y que el conjunto de ellos va construyendo la posible objetividad de la obra. Entonces: la adoración romántica es legítima aunque no sea nuestra actitud ante el Gran Sordo de Bonn. Toda obra vive en los modos y maneras como se la recibe. La historia sigue.