La naranja de Mozart
En su narración Mozart en viaje a Praga, el poeta Eduard Mörike narra la estadía del músico en casa de unos nobles, en el camino que lo conduce a la capital bohemia donde estrenará Don Giovanni, ópera que está terminando de componer. Uno de los episodios transcurre en la orangerie del castillo, con sus cajones donde han frutecido los naranjos.
Mozart está solo y se siente atraído por el dorado resplandor de las naranjas. Descuelga una y la parte en mitades. El perfume del fruto maduro y jugoso es sutil y, a la vez, embriagador. El músico no se siente atraído por comer la naranja, convirtiendo el aroma en sabor y el apetito en saciedad. Vuelve a juntar los trozos del fruto, los aprieta suavemente y lo deja al pie del árbol, de modo que parezca entero. Enseguida, un sirviente que ha visto su maniobra desde lejos, aparece y lo reprueba porque el señor del lugar estima mucho esas naranjas —suponemos que difíciles de conseguir en la Europa Central— y las quiere exhibir en una fiesta. Esta secuela de la historia hoy no toca.
Mörike no ha introducido de su cosecha la escena de modo gratuito. Más bien ha hecho una pequeña alegoría de la creación artística, aprovechando que Mozart está en pleno trajín compositivo. En efecto, el arte de los sonidos toma su materia prima de la naturaleza, la sonoridad de la vida natural. Se apodera de ellos, los estudia, los desfigura, los transfigura y obtiene finalmente las melodías, los ritmos y las armonías que le hagan falta. Penetra en los entresijos de la materia —carne que late, fruto que huele, viento que gime o ríe— y les extrae sus dormidos o secretos cantos. Luego consigue la forma y la obra conformada se integra en la realidad con una fluidez que parece natural. Es la llamada “segunda naturaleza” del arte, la naranja cortada y recompuesta que ya no es completamente natural porque el hombre ha intervenido en ella con un instrumento artificial.
Y así Mozart, que nunca estuvo en el Infierno, nos muestra, con toda naturalidad, la aparición de los demonios que se llevan al Burlador. Al final del cuento, un personaje de Mörike se pregunta si el apacible, amable y simpático artista, no habrá de arder en aquella hoguera. ¿Será capaz de jugar con fuego, tras haberlo inventado?