La nación y el universo
Con esto de la globalización, las tendencias nacionalistas de las artes han ido languideciendo. Ha pasado el siglo XIX, el de los Estados-Nación donde cada entidad nacional era considerada un mundo autosuficiente que podía encerrarse con sus recursos y sus tradiciones, autoalimentándose y defendiéndose. Después, la guerra entre nacionalismos produjo dos contiendas mundiales y, desde la última, se trata, con mejores y peores resultados, de evitar la mala costumbre de la aniquilación mutua asegurada.
En el orden artístico, los nacionalismos fueron paralizantes y activadores en medidas variables. Paralizaron la imaginación de los artistas, obligándolos a limitarse de antemano a los acervos nacionales. Activaron el conocimiento de las tradiciones, rescataron elementos postergados, exploraron los lenguajes locales hasta hallar sus aspectos más interesantes.
Dentro de este mundo, la música ocupa un lugar privilegiado porque concilia la peculiaridad con la universalidad. Por un lado, explora los folclores, los localismos, los dialectos de todo orden. En esto, acentúa las diferencias y excluye a los terceros. Pero por otra parte, al ser un lenguaje que no necesita traducirse, se expande por el mundo considerándose universal. No hace falta ser húngaro para gozar de Liszt y Bartok, ni ser checo para gozar de Dvorak y Smetana, o escandinavo para gozar de Grieg, Stenhammar y Nielsen. En España, tres catalanes –Pedrell, Albéniz y Granados- fundaron el nacionalismo español, atento a las voces andaluzas, gallegas y vascas. Manuel de Falla, que acabó sus días entre sus seguidores argentinos, no se puede considerar un músico municipal de Cádiz o Granada. Es un músico del universo mundo. Si la Europa de hoy marchara como su himno, la oda jocunda de Schiller y Beethoven, otro gallo nos cantaría. Y todos identificaríamos al gallo por su canto.