La música objetiva
En esta misma revista (número 249, febrero de 2010) publicó José Luis Téllez un artículo titulado “Fragmentos”, sagaz y fundado como todos los suyos, en el cual evoca un dicho de Charles Rosen acerca de la interpretación de la música, que consiste (recito a Rosen) en “llevar una obra de música a algo que se acerque a su existencia objetiva, ideal”. ¿Cabe colegir que la existencia real de la música nunca es objetiva y su objetividad nunca es real?
Una partitura musical es una hoja de papel con unos signos que se suponen suficientemente claros como para que los descifre alguien competente en melografías. Esos signos constituyen una realidad objetiva pero no son música en acto, es decire fluencia sonora en el tiempo. Para que esto ocurra hace falta un sujeto, el intérprete, que lleva los taciturnos signos al mundo vibrátil del sonido. Ese sujeto tiene un cuerpo lleno de fluencias vitales, memorias, expectativas, deseos. Son suyos y de ningún otro. ¿Es posible que los suprima mientras ejecuta la obra? La ejecución ocupará un tiempo que no volverá a repetirse en su vida, alcanzando la calidad de lo único. ¿Dónde ha ido a parar la objetividad de la partitura?
En términos de objetividad absoluta, de algo que es siempre idéntico a sí mismo, la música ha ido a dar al cielo de los ideales. Pero esto no impone que su realidad sonora sea meramente subjetiva, única y, en consecuencia, accidental. Hay otra objetividad que no es la de esa página donde está la música del silencio, la nunca ejecutada. Es la objetividad de la historia. La música no es objetiva pero va siéndolo. Todas las ejecuciones de una misma partitura, alineadas o amontonadas a lo largo del tiempo, conforman un objeto, inalcanzable y abierto, pero objeto al fin. ¿Cómo sonarán Mozart o Beethoven mañana a la noche? Qué bueno es no saberlo.