La música me pone de los nervios
Geneviève Halévy era hija de Fromental, el autor de La judía. Casó con y enviudó de Georges Bizet, del cual tuvo un hijo, compañerito de colegio con un tal Marcel Proust.
La trenza se va tejiendo. Por sus segundas nupcias devino Madame Straus, acaso uno de los modelos de la duquesa de Guermantes en la novela (¿novela?) proustiana. Rodeada de música por todas partes, no es difícil que en su correspondencia aparezca el arte sonoro. Y así, saliendo y entrando de sus perpetuas agonías y desmayos en las chaises longues más elegantes de París, le escribió Anna de Noailles: “Nuestros nervios nos hacen mal por el placer que pueden causarnos la música, la naturaleza y todas las artes divinas.”
Que la condesa considerase divinas las artes puede ser cosa de la época. El adjetivo circulaba con facilidad. Pero me llama la atención la familia que forman el malestar nervioso, la música y la naturaleza. ¿Nos lleva la música hasta nuestro fundamento natural y esto afecta a nuestro sistema nervioso? Por el contrario ¿es la música una segunda naturaleza que condiciona el funcionamiento de nuestros nervios? O, tal vez, cuando los nervios están alertas o simplemente fatigados – la neurastenia, tan abundante y prestigiosa en tiempos de la condesa- ¿son capaces de hacernos oír con atención esa destilación del sonido que llamamos música?
Si pudiera premiar las respuestas, ofrecería recompensas a los lectores, pero hay crisis y desnudos bolsillos por todas partes. Prefiero discurrir dialécticamente. Sin duda, somos unos primates con una finura nerviosa que nos habilita para la música. Pero también amamos nuestros malestares como una dimensión espiritual de nuestra condición. Y huimos de la naturaleza porque nos determina y nos quita libertad, al tiempo que siempre suspiramos por nuestra perdida condición silvestre. O sea que desde todas partes – naturaleza perdida, nerviosismo exacerbado, divinidad del arte – aparece la música. Y nos apacigua, como a esas fieras que llevamos dentro, o nos pone de los nervios. Tanto, que nos creemos poseídos por algún dios acaso seductoramente cómplice o insoportablemente incordión.