La música, madre amantísima
El carácter materno de la música ha sido subrayado repetidamente, cada vez que ha salido el tema del oscuro y raigal origen de nuestra afición melómana. Dejando de lado laberintos psicoanalíticos, sin embargo resulta evidente que la voz de nuestra madre ha de ser el primer sonido que, aún antes de nacer, aprendimos a escuchar. Más aún si la madre ha cantado al nascituro, anunciándole un destino armonioso y entonado en este mundo, a menudo desafinado y desentonado.
Divagaba sobre el asunto releyendo las memorias del tenor Nicolaï Gedda, Mi vida, mi arte, escritas con la ayuda de su segunda mujer, la periodista Aino Sellermark. La historia familiar de Gedda es digna de una novela y no de la mejor calidad. Todo el tiempo, al repasarla, pensaba en la memorable Ama Rosa de Enrique Barón o por la más afinada – ya que hablamos de música – La tía Tula de Miguel de Unamuno. Madre es quien hace de madre y no simplemente quien lo es por mandato biológico.
En efecto, Gedda era hijo de una mujer cuyo matrimonio pasaba apuros económicos. Antes de anotarlo en el registro civil, la buena señora decidió abandonarlo, anónimo, en la inclusa. Su hermana se opuso, indignada, y lo apuntó como hijo suyo. Así Nicolaï se crió junto a su tía natural como su madre y junto a su tío político como su padre. Como era inevitable, en su momento supo la verdad y decidió rechazar el acercamiento de su madre biológica a quien ya era uno de los tenores más famosos del mundo.
Todo este embrollo familiar tuvo sus ventajas. El padre simbólico y efectivo era ruso y cantante. La madre, aunque sueca, sabía alemán. El niño pasó su primera infancia en Leipzig, cuando el albor nazi. De tal modo, resultó trilingüe de origen y músico por su casa. No hay mal que por bien no venga. A una madre carnal desalmada siguió una madre adoptiva más que afectuosa y, por encima y por debajo, la madre amantísima, universal, inmortal: la música.
Sabedor de esta novela de familia, he vuelto a escuchar el canto del tenor sueco, uno de los más seductores que recuerdo haber conocido. Es el canto de un niño regalón que halaga, a su vez, a una madre cariñosa. Es decir: todo lo contrario de su historia real, que pudo empezar en el helado umbral de un asilo para huérfanos. El canto de Gedda es encantador, generoso, amable, diría que fraterno. Como él, consiguió que una familia adoptiva fuera su verdadera familia. Así también nosotros, sus admiradores, nos constituimos en la gran familia Gedda, cuya matriarca es la Gran Abuela Música, Madre de todas las madres.