La música como maestra de la pintura
Clive Bell fue un considerable pintor inglés en la primera mitad del Novecientos. Su mujer, Vanessa Stephens, consiguió ser reconocida igualmente como pintora bajo el nombre de Vanessa Bell. Era hermana de Virginia Stephens, escritora que todos conocemos como Virginia Woolf. Pero no quiero acordarme hoy de Clive por estos brillantes parentescos sino por las siguientes palabras que le atribuyo en español:
“Hemos dejado de preguntar ¿qué representa este cuadro? para preguntar ¿qué nos hace sentir? Esperamos que una obra de arte plástica tenga más en común con una pieza musical que con una fotografía coloreada.”
Desde luego, Bell no se preguntaba por primera vez lo que un cuadro podía hacernos sentir. La pintura, como cualquier otro arte, venía suscitando sentimientos desde milenios atrás. Lo que le importaba era el orden de las preguntas y hasta el hecho de que un cuadro pudiera hacernos sentir algo sin representar nada, simplemente con presentarse como cuadro, con imponer su pura presencia visual. Estaba pensando, seguramente, en una pintura abstracta. Y es entonces cuando aparece la referencia musical como privilegiada aun para una percepción visual. Mientras una pintura figurativa siempre señala algo que está fuera del cuadro y que, más o menos, mejor o peor, se le asemeja eficazmente, una pintura abstracta, al igual que la música, remite a sí misma. Es intraducible y carece de semántica. O, si se prefiere: tiene simbolismo pleno de sentido porque, justamente, no significa nada y, gracias a ello, puede significarlo todo. Fue entonces, cuando Bell advirtió lo que Watteau, Goya y Turner habían atisbado: que un cuadro, a la vez que ser mirado, puede ser cantado o, al menos, silbado o tarareado.