La curación por la música
El neurólogo y neuropatólogo Oliver Sacks era melófilo, pianista por afición más que por profesión y una suerte de terapeuta de la mente y el cerebro con la ayuda de la música. Lo narra en una serie de libros casuísticos, que el lector lego puede disfrutar como afecto a las narraciones, y también en su autobiografía En movimiento. Una vida. Desde luego, particularmente en su libro Musicofilia.
A esta conexiones entre lo científico y lo artístico se llega por una afición que alcanza a lo obsesivo. En Nueva York iba cada noche a una sesión de música: óperas de Mozart, cancioneros de Schubert, Pierre Monteux conduciendo, Fischer-Dieskau cantando. Durante sus temporadas en paisajes solitarios, concentrado en sus textos específicos, oía constantemente dos partituras mozartianas: la Misa en do menor y el Requiem. No era raro verlo en una sala de conciertos, mientras transcurría la sesión, con un cuadernos de notas abierto sobre su regazo y escribiendo a rachas. Finalmente, el arte sonoro lo premió cuando Michael Nyman hizo una ópera de cámara con libreto de Cris Rawlence, basada en su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero.
La música está en la base de su vocación y, tras un devaneo por los experimentos, la clínica general y la enseñanza, se vuelve a presentar con fuerza en su madurez, cuando su práctica mezcla ciencia y arte en una deriva antropológica con un conocimiento muy individualizado de la persona, su historia y su perfil diagnóstico, especialmente el relativo a los trastornos posencefalíticos. El comienzo fue la lectura de Theodor Hook, personaje extravagante que improvisaba óperas enteras sentado ante el piano y en cuyos libros, de escasa repercusión científica, encontró el centro de su exploración humana, el sentido del oído, es decir el órgano esencial para la música.
Decisivo para Sacks fue asimismo el psicólogo y neurólogo Edelman, para quien el cerebro es un cuarteto de cuerdas con cuatro solistas, uno de ellos director, y cien mil cables para frotar con arcos imaginarios. Melodías, acordes, armonías, consonancias, disonancias. Y, en el sentido práctico, su relación con la terapeuta musical Kitty Stiles, que logró generalizar su método no sin chocar contra la academia, la institución médica y hasta los meros prejuicios de los administradores de la salud pública, todos los cuales consideraban poco serio hacer intervenir la música en el tratamiento de cuadros patológicos.
En la relación de sus casos, la música interviene para activar centros nerviosos afectados por el mal y conseguir que se retraigan algunos síntomas. Pacientes inmovilizados, que no caminan, pueden bailar y hacer ademanes y gestos gracias a la música.. Alguien que ha perdido el habla, puede cantar, comunicar sus sentimientos con el canto y volver a escuchar su propia voz, identificándose con ella. Un profesor de música podía enseñar a sus alumnos pero no los reconocía ni, por lo mismo, no los personalizaba. Había perdido esa zona de su memoria pero no el resto porque estaba ligado a la música.
El ejemplo que me resulta más curioso es el que denomina caso Nigel, alguien que había dejado de moverse y de hablar, como Nietzsche al final de su vida. Y, como Nietzsche, sólo reaccionaba al oír música. Y, como Zaratustra, el personaje nietzscheano, se echaba a bailar, superando su parálisis, acaso porque – sigo a Zaratustra – la danza es el comienzo del pensamiento.
Sabemos muchas cosas de nuestro cerebro, que son pocas en relación con lo que ignoramos. Esto lo dice Sacks, con la modestia infatigable de los verdaderos científicos. Y no deja de lado el saber del arte porque, acaso, nos permite intuir que el orden posible de nuestro culminante órgano nervioso sea un orden musical, algo que los artistas del sonido han venido configurando objetivamente, guiados por su tesoro sentimental, desde hace siglos.
Blas Matamoro